Los
gobiernos de turno también hicieron su
parte y los más estetas incluso trajeron
jardineros europeos. Poco a poco, a pesar de
que a la par iban desapareciendo las quebradas
repletas de biodiversidad andina, Quito fue
adquiriendo una biodiversidad híbrida
formada por plantas de prácticamente
todas las partes del planeta.
Pero no es necesario ir a sitios que solo desde
hace poco son parte de la capital y que antes
eran haciendas. La zona de La Mariscal, por
ejemplo, tiene magníficos jardines, y
no se diga 1o que pasa con la Plaza Grande o
los conventos del centro histórico (reconozco
mi ignorancia sobre lo que sucede en el sur
de Quito, pero tienen que haber cosas muy interesantes).
Sin embargo, una de las grandes desazones que
vivimos las personas que queremos a Quito es
que cada vez hay menos y menos jardines grandes.
Es entendible, hasta cierto punto: no es posible
mantener en estas épocas parques privados
de varias hectáreas, tanto porque no
hay dinero que alcance como porque ésa
es una de las muestras más claras de
iniquidad: hay gente que no tiene (aparte de
muchas otras cosas) ni un metro cuadrado de
áreas verdes en sus hogares. Pero de
todas maneras sí es una pena, por ejemplo,
que el parque del castillo de la familia Larrea
en la 12 de Octubre, o el del edificio IBM en
la 6 de Diciembre, hayan pasado de oasis multicolores
a estacionamientos helados (a pesar de que,
en algunos casos, algo se ha hecho por recuperar
mínimamente el verdor original).
Podría pensarse que una ciudad está
inexorablemente condenada a ser cada vez más
encementada y cada vez menos verde. No necesariamente:
hay ciudades más grandes que Quito que
se precian de sus árboles y parques.
Y no se trata solo de ciertas urbes del Primer
Mundo, como la reputada Vancouver en el Canadá.
Solo basta ir a otra ciudad de la eterna primavera
muy cercana a nosotros, Medellín, para
constatar que lo contrario es cierto. Una ciudad
es también un ecosistema, precisamente
un ecosistema urbano, que puede estar en buen
o en mal estado de salud. Así, hay ciudades
muy sanas, no solo porque tienen grandes áreas
verdes sino porque su aire es puro y porque
su gente tiene un grado de ciudadanía
muy elevado. Hay otras que presentan las características
contrarias.
Es difícil diagnosticar exactamente a
Quito, pero no es exagerado asegurar que, por
todos los síntomas (cantidad de áreas
verdes, contaminación del aire y grado
de ciudadanía de sus habitantes), no
estamos muy bien que digamos. Uno podría
pensar que con La Carolina y el Parque Metropolitano
ya estamos bien, pero se debe tomar en cuenta
que, primero, esas áreas (sin quitarles
los méritos que obviamente tienen) no
son realmente muy grandes, y segundo, la mayoría
de los parques están lejos de ser áreas
verdes adecuadas. Basta ver La Carolina desde
un avión o desde un edificio alto: en
el mejor de los casos, un montón de árboles
con grandes distancias entre uno y otro, cubriendo
algo más de 50 hectáreas en una
ciudad de casi dos millones de habitantes.
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