Un día soleado caminábamos por
la selva, cuando el viejo Huele con mucho entusiasmo
me señaló una mariposa. Era una
mariposa insignificante, ni siquiera era una
de aquellas con notables colores. Simplemente
una aburrida mariposita cualquiera, pero para
Huepe parecía ser el más
estupendo espectáculo. Mira, mira decía,
mientras saltaba de emoción. La mariposa
bajaba lentamente hacia una flor, también
una flor poco llamativa. Huepe se moría
de la risa, casi no podía respirar. Cuando
la mariposa comenzó a alimentarse de
la flor, el espectáculo llegó
a su cumbre. Desde el suelo, donde estaba caído
riendo y riendo con las manos en la barriga,
levantaba la cabeza para verlo.
Una ocasión en que nos adentrábamos
al que sortear un pequeño barranco que
había al otro lado del mismo. Después
de hacerlo, me di la vuelta para ayudarlo a
subir. Me miró a la cara y pasó
saltando con gran risa. ¿Qué te
pasa, -me dijo- quieres matarme?. Ese momento
comprendí cuál es el corazón
del pueblo Huaorani: su soberanía. Cada
familia es una nación y cada individuo
es un soberano totalmente independiente, y cada
quien tiene que lograr esa soberanía
por sí mismo.
El que solicita ayuda está invitando
a la muerte. Desde los 11 años, un huaorani
ya puede sobrevivir solo en la selva, o así
es en el caso de los que no han sido aún
colonizados. Ahora he escuchado que piden hasta
el propio calzonario a quien los va a visitar,
aunque entre ellos sigan viviendo esa soberanía.
Esta independencia personal es vivida hasta
en los detalles más sencillos de su vida.
Si hay algo que se necesita que está
al otro lado de la casa, uno no le pide a alguien
que está por ese lado que se lo pase,
uno mismo se levanta y lo toma. Tampoco nadie
le dice a nadie lo que debe hacer ni cómo
hacerlo, ni siquiera a los niños. En
otra ocasión vi una expresión
más exagerada de esta independencia brutal
y cuán firme se la vive. A un hombre
le picó una mantarraya, aguantando el
agónico dolor, intentó regresar
a su casa, mientras los otros huaorani pasaban
junto a él como si estuviera sano. Él
no les pidió que le ayudaran ni tampoco
ellos le preguntaron si necesitaba ayuda.
Personalmente creo que ésta es una situación
extrema, pero demuestra de una manera desnuda,
descamada, la vivencia de la independencia total.
Me ponía a pensar cuántos problemas
de nuestras vidas se originan de esa falta de
independencia en lo social, económico
o emocional, y cuánto menos nos afectarían
las crisis del sistema en que vivimos si no
dependiéramos tanto de él.
Una señora, ya abuelita, nos enseñó
a unos vecinos y a mí una cicatriz en
su barriga por donde había pasado una
lanza, y nos contó: “casi muero
cuando me atravesaron por la barriga. Mi familia
cortó la lanza por ambos lados y quedó
dentro de mí un pedazo. Por una semana
estuve tendida en la hamaca, luego me sentí
un poco mejor y tomé algo de chicha.
Cuando tuve otra vez algo de fuerza me fui a
trabajar en la chacra, allí se cayó
el pedazo de lanza y luego me sané.
Yo pensaba en la increíble fuerza física
y espiritual de esta gente, porque cualquier
otra persona hubiera muerto. Entre los pueblos
amazónicos, los Huaorani son únicos
de varias maneras. Talvez la más notable
sea que no utilizan ninguna substancia psicotrópica.
No beben ayahusca ni floripondio ni chiricaspi.
Tampoco fuman tabaco y cuando la chicha se pone
fuerte, la botan.
“Ésta es la manera durani bai,
la manera de los antepasados”, me decía
Kai una tarde, sentados a la orilla
del río Yasuní. Actualmente, los
jóvenes han aprendido otras maneras:
ahora toman chicha fuerte y se emborrachan,
fuman tabaco y algunos han aprendido a tomar
ayahuasca y floripondio con sus vecinos quichuas.
A pesar de que los viejos nunca utilizan plantas
tóxicas, tienen un profundo conocimiento
de ellas y de sus efectos. Gomo, el
shamán tigre, me relató que en
épocas antiguas, cuando los huaorani
todavía eran hombres muy pequeños,
como los monacagaeri, y el cielo todavía
estaba cerca de la tierra, no comían
carne ni mataban animales. Vivían únicamente
de chicha de ungurahua machucada con hojas de
miiyabu (una variedad de ayahuasca silvestre).
El miiyabu viene de la sangre de la
boa arco iris, que en tiempos ancestrales era
lo que unía la tierra con el cielo.
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