Mayo 1999
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Por Rogelio de los Campos Rioverde
Foto Andrés Vallejo E.

Huaorani
continuación (3/5)

Niñas huaorani en Ñuneno, comuna del río Shiripuno, uniformadas, observan láminas en las que aparecen sus padres y hermanos mayores. 1997.

Un día soleado caminábamos por la selva, cuando el viejo Huele con mucho entusiasmo me señaló una mariposa. Era una mariposa insignificante, ni siquiera era una de aquellas con notables colores. Simplemente una aburrida mariposita cualquiera, pero para Huepe parecía ser el más estupendo espectáculo. Mira, mira decía, mientras saltaba de emoción. La mariposa bajaba lentamente hacia una flor, también una flor poco llamativa. Huepe se moría de la risa, casi no podía respirar. Cuando la mariposa comenzó a alimentarse de la flor, el espectáculo llegó a su cumbre. Desde el suelo, donde estaba caído riendo y riendo con las manos en la barriga, levantaba la cabeza para verlo.

Una ocasión en que nos adentrábamos al que sortear un pequeño barranco que había al otro lado del mismo. Después de hacerlo, me di la vuelta para ayudarlo a subir. Me miró a la cara y pasó saltando con gran risa. ¿Qué te pasa, -me dijo- quieres matarme?. Ese momento comprendí cuál es el corazón del pueblo Huaorani: su soberanía. Cada familia es una nación y cada individuo es un soberano totalmente independiente, y cada quien tiene que lograr esa soberanía por sí mismo.

El que solicita ayuda está invitando a la muerte. Desde los 11 años, un huaorani ya puede sobrevivir solo en la selva, o así es en el caso de los que no han sido aún colonizados. Ahora he escuchado que piden hasta el propio calzonario a quien los va a visitar, aunque entre ellos sigan viviendo esa soberanía. Esta independencia personal es vivida hasta en los detalles más sencillos de su vida. Si hay algo que se necesita que está al otro lado de la casa, uno no le pide a alguien que está por ese lado que se lo pase, uno mismo se levanta y lo toma. Tampoco nadie le dice a nadie lo que debe hacer ni cómo hacerlo, ni siquiera a los niños. En otra ocasión vi una expresión más exagerada de esta independencia brutal y cuán firme se la vive. A un hombre le picó una mantarraya, aguantando el agónico dolor, intentó regresar a su casa, mientras los otros huaorani pasaban junto a él como si estuviera sano. Él no les pidió que le ayudaran ni tampoco ellos le preguntaron si necesitaba ayuda.

Personalmente creo que ésta es una situación extrema, pero demuestra de una manera desnuda, descamada, la vivencia de la independencia total. Me ponía a pensar cuántos problemas de nuestras vidas se originan de esa falta de independencia en lo social, económico o emocional, y cuánto menos nos afectarían las crisis del sistema en que vivimos si no dependiéramos tanto de él.

Una señora, ya abuelita, nos enseñó a unos vecinos y a mí una cicatriz en su barriga por donde había pasado una lanza, y nos contó: “casi muero cuando me atravesaron por la barriga. Mi familia cortó la lanza por ambos lados y quedó dentro de mí un pedazo. Por una semana estuve tendida en la hamaca, luego me sentí un poco mejor y tomé algo de chicha. Cuando tuve otra vez algo de fuerza me fui a trabajar en la chacra, allí se cayó el pedazo de lanza y luego me sané.

Yo pensaba en la increíble fuerza física y espiritual de esta gente, porque cualquier otra persona hubiera muerto. Entre los pueblos amazónicos, los Huaorani son únicos de varias maneras. Talvez la más notable sea que no utilizan ninguna substancia psicotrópica. No beben ayahusca ni floripondio ni chiricaspi. Tampoco fuman tabaco y cuando la chicha se pone fuerte, la botan.

“Ésta es la manera durani bai, la manera de los antepasados”, me decía Kai una tarde, sentados a la orilla del río Yasuní. Actualmente, los jóvenes han aprendido otras maneras: ahora toman chicha fuerte y se emborrachan, fuman tabaco y algunos han aprendido a tomar ayahuasca y floripondio con sus vecinos quichuas. A pesar de que los viejos nunca utilizan plantas tóxicas, tienen un profundo conocimiento de ellas y de sus efectos. Gomo, el shamán tigre, me relató que en épocas antiguas, cuando los huaorani todavía eran hombres muy pequeños, como los monacagaeri, y el cielo todavía estaba cerca de la tierra, no comían carne ni mataban animales. Vivían únicamente de chicha de ungurahua machucada con hojas de miiyabu (una variedad de ayahuasca silvestre). El miiyabu viene de la sangre de la boa arco iris, que en tiempos ancestrales era lo que unía la tierra con el cielo.

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