Mayo 1999
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Por Rogelio de los Campos Rioverde
Foto Jorge Anhalzer / Visualfund

Huaorani
continuación (2/5)

Los huaorani gozan de reputación por su habilidad en la cacería y en la orientación dentro del bosque. Aquí dos cazadores en Sandoval, río Cononaco, 1992.

Huepe lo prendía y se retiraba riendo, como si supiera de mi plan para sorprenderlo durmiendo. En todas las visitas que después hice a su casa, jamás lo vi dormir, ni siquiera acostarse para descansar. Al ver su cuerpo de madera dura y sus brazos de sólida piedra, tuve que preguntarle “Huepe, ¿cómo lo has logrado?, tienes casi cien años y estás más fuerte que cualquiera’. Él me respondió: “No hay nada de vago en mi cuerpo, siempre estoy caminando y mi mente está libre”. En ese momento me di cuenta que estaba ante la presencia de un maestro.

Estábamos un día juntando leña para sus dos mujeres. Cada una tiene su propia casa, y él ahora vive con la más joven. Había una gran cantidad de leña en el yucal y yo me disponía a cortarla, pero me regañó diciendo que solo la leña más fina es para sus esposas. Caminamos cerca de una hora hasta llegar a un árbol tumbado en una pendiente. La dureza de la madera y lo pronunciado del terereno dificultaban mi trabajo, por lo que Huepe me quitó el hacha y en menos de media hora tenía llenas dos canastas de leña.

Si no estábamos cortando leña, nos dedicábamos a la artesanía, a la pesca, a la limpieza de la chacra o a la preparación de una nueva. Desde el amanecer hasta el anochecer, pasaban los días y no había un solo momento en que no estuviéramos trabajando en algo.

Las tardes y madrugadas, Huepe las pasaba contando historias del tiempo pasado. Las más interesantes eran las que hablaban de un único dios: Meme Huengongui, el Abuelito Creador, y su esposa Huencantoqui. El Abuelito Creador mandó las aguas para matar a la gente que había dejado la vida sana y las instrucciones originales: vivir en paz, no mentir, no robar, respetar las relaciones matrimoniales y no hablar mal de los otros.

Dios venía caminando y en sus brazos tenía amarradas cintas de algodón de donde colgaban flores rojas de ehuenbaveng y, tras de él, venían las grandes aguas.

“Abuelito Creador, no nos mates, nosotros siempre hemos respetado para vivir, tal como nos has dicho”, decía un hombre. Y Dios golpeaba fuertemente con su pie en el suelo para que las aguas se apartaran de alrededor de la gente. A otra familia que vivía correctamente, el Abuelito Creador le dijo que haga una canoa del árbol de emebu, y que cuando la tuviera lista y escuchara que estaban llegando las aguas, subieran todos al bote con todas sus plantas cultivadas. De esa manera es como se salvó aquella familia.

Cuando yo le preguntaba si esta historia no la habían aprendido de los misioneros, por su parecido a la de Noé, Huepe se reía diciéndome “cuando los misioneros llegaron me contaron sobre Dios y yo les dije: ya sé todo lo que me dicen, ahora déjenme enseñarles a ustedes cómo es, pero no quisieron escuchar”. Él solía decirme riendo “qué sencilla es la visión de ellos, piensan que saben todo pero tienen los ojos y las orejas tapadas”. “Nosotros ahora estamos en el cuarto mundo”, me dijo, “y el gran diluvio fue la última de las etapas de destrucción. Antes de eso, solo había una lanza de chonta con la que las familias se acababan entre sí. Después llegó Nenquihuenga, el hijo del sol, y enseñó a un huaorani cómo se hacían las lanzas de chonta. Antes de eso, la gente había sido destruida por el fuego y únicamente dos familias que vivían correctamente se salvaron. Esto fue en tiempos muy antiguos. Hay muchas, muchas historias”.

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