Huepe lo prendía y se retiraba riendo,
como si supiera de mi plan para sorprenderlo
durmiendo. En todas las visitas que después
hice a su casa, jamás lo vi dormir, ni
siquiera acostarse para descansar. Al ver su
cuerpo de madera dura y sus brazos de sólida
piedra, tuve que preguntarle “Huepe, ¿cómo
lo has logrado?, tienes casi cien años
y estás más fuerte que cualquiera’.
Él me respondió: “No hay
nada de vago en mi cuerpo, siempre estoy caminando
y mi mente está libre”. En ese
momento me di cuenta que estaba ante la presencia
de un maestro.
Estábamos un día juntando leña
para sus dos mujeres. Cada una tiene su propia
casa, y él ahora vive con la más
joven. Había una gran cantidad de leña
en el yucal y yo me disponía a cortarla,
pero me regañó diciendo que solo
la leña más fina es para sus esposas.
Caminamos cerca de una hora hasta llegar a un
árbol tumbado en una pendiente. La dureza
de la madera y lo pronunciado del terereno dificultaban
mi trabajo, por lo que Huepe me quitó
el hacha y en menos de media hora tenía
llenas dos canastas de leña.
Si
no estábamos cortando leña, nos
dedicábamos a la artesanía, a
la pesca, a la limpieza de la chacra o a la
preparación de una nueva. Desde el amanecer
hasta el anochecer, pasaban los días
y no había un solo momento en que no
estuviéramos trabajando en algo.
Las tardes y madrugadas, Huepe las pasaba contando
historias del tiempo pasado. Las más
interesantes eran las que hablaban de un único
dios: Meme Huengongui, el Abuelito Creador,
y su esposa Huencantoqui. El Abuelito Creador
mandó las aguas para matar a la gente
que había dejado la vida sana y las instrucciones
originales: vivir en paz, no mentir, no robar,
respetar las relaciones matrimoniales y no hablar
mal de los otros.
Dios venía caminando y en sus brazos
tenía amarradas cintas de algodón
de donde colgaban flores rojas de ehuenbaveng
y, tras de él, venían las grandes
aguas.
“Abuelito Creador, no nos mates, nosotros
siempre hemos respetado para vivir, tal como
nos has dicho”, decía un hombre.
Y Dios golpeaba fuertemente con su pie en el
suelo para que las aguas se apartaran de alrededor
de la gente. A otra familia que vivía
correctamente, el Abuelito Creador le dijo que
haga una canoa del árbol de emebu, y
que cuando la tuviera lista y escuchara que
estaban llegando las aguas, subieran todos al
bote con todas sus plantas cultivadas. De esa
manera es como se salvó aquella familia.
Cuando yo le preguntaba si esta historia no
la habían aprendido de los misioneros,
por su parecido a la de Noé, Huepe
se reía diciéndome “cuando
los misioneros llegaron me contaron sobre Dios
y yo les dije: ya sé todo lo que me dicen,
ahora déjenme enseñarles a ustedes
cómo es, pero no quisieron escuchar”.
Él solía decirme riendo “qué
sencilla es la visión de ellos, piensan
que saben todo pero tienen los ojos y las orejas
tapadas”. “Nosotros ahora estamos
en el cuarto mundo”, me dijo, “y
el gran diluvio fue la última de las
etapas de destrucción. Antes de eso,
solo había una lanza de chonta con la
que las familias se acababan entre sí.
Después llegó Nenquihuenga,
el hijo del sol, y enseñó a un
huaorani cómo se hacían las lanzas
de chonta. Antes de eso, la gente había
sido destruida por el fuego y únicamente
dos familias que vivían correctamente
se salvaron. Esto fue en tiempos muy antiguos.
Hay muchas, muchas historias”.
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