Septiembre de 2002
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Por Ángel Emilio Hidalgo
Foto Cristóbal Corral / Archivo Criollo

Guayaquil en la memoria de los viajeros

La arquitectura del Puerto Principal impresionaba a los viajeros, y lo hace hasta ahora, por sus lindas casa construídas de madera.

La mayoría de los viajeros del siglo XIX que pisaban Guayaquil recibían una hermosa impresión de conjunto de la ciudad, desde el río. Pero al adentrarse en ella, la ilusión se desvanecía hasta convertirse en una pesadilla, sobre todo en los meses trágicos de invierno. Se quejaban de las calles anegadizas, repletas de basura, y de los olores que emanaban “los negros, los mestizos y los indios, mezclándose con las miasmas que el cieno del río Guayas pasea por delante de la ciudad al subir y bajar con la marea”, según palabras de Charles Wiener, viajero francés que la visitó por 1880.

La visión positiva de la ciudad correspondía, en cambio, al alto grado de desarrollo económico que había alcanzado la región, por la exportación de la “pepa de oro”. A finales del siglo XIX, Guayaquil ganaría la fama de poseer el cacao de aroma más fino del mundo, y en esos años –la década de 1890– los niveles de producción llegaban a su punto más alto. Por esta razón, las élites verían la manera de favorecer la confianza del extranjero y desterrar la vieja fama de “puerto pestífero”, acogiendo entre sus miembros a no pocos italianos, alemanes, franceses, españoles y colombianos que se convertirían en prósperos comerciantes, hacendados y exportadores, vinculados entre sí por alianzas matrimoniales con históricos apellidos guayaquileños. A este atractivo había que sumar la admirada belleza de la mujer guayaquileña, que asombraba a los europeos por su “tez blanca y delicada” en tierras ecuatoriales, además de su soltura, que la diferenciaba de la quiteña especialmente en el trato amistoso.

Hubo visitantes que se quejaron del sinnúmero de problemas que tenía la ciudad, que iban desde la falta de hoteles hasta la cantidad de mosquitos y todo tipo de insectos que atentaban contra su tranquilidad. Es famosa la interpretación que hace Edward Whymper de sus “sueños tropicales”, imaginándose “atacado” por una iguana, que lo despierta de su lecho. No en vano confesó haber recolectado 50 especies de sabandijas en una sola noche.

A pesar de ello, otros prefirieron destacar los atractivos exóticos que hacían de Guayaquil una ciudad singular, como el diseño y estructura de sus casas, cuyos “balcones sostenidos por arcos forman unos pórticos a cada lado de la calle, bajo los cuales se desplazan los transeúntes” (Alcides D’Orbigny, 1829). Este tipo de arquitectura es única y proviene del ingenio “criollo” de encontrar protección contra la lluvia y el sol, cosa que aún llama la atención.

También son interesantes las descripciones que hacían los viajeros europeos de ciertas costumbres como aquella que tenían las damas de recibir a los visitantes en la hamaca, detalle que por su indiscutible carga erótica, les atraía mucho.

En su libro Escenas de la Vida Sudamericana (1861), Alexandre Holinski comparaba delicias culinarias como la piña, con la “exquisita” belleza de las mujeres de Guayaquil, de las que decía que tenían la “mirada llena de fuego”, con “caderas fuertemente pronunciadas” y “una ondulación voluptuosa que comparten con las mujeres del Oriente árabe y de Andalucía”.

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