La
mayoría de los viajeros del siglo XIX
que pisaban Guayaquil recibían una hermosa
impresión de conjunto de la ciudad, desde
el río. Pero al adentrarse en ella, la
ilusión se desvanecía hasta convertirse
en una pesadilla, sobre todo en los meses trágicos
de invierno. Se quejaban de las calles anegadizas,
repletas de basura, y de los olores que emanaban
“los negros, los mestizos y los indios,
mezclándose con las miasmas que el cieno
del río Guayas pasea por delante de la
ciudad al subir y bajar con la marea”,
según palabras de Charles Wiener, viajero
francés que la visitó por 1880.
La visión positiva de la ciudad correspondía,
en cambio, al alto grado de desarrollo económico
que había alcanzado la región,
por la exportación de la “pepa
de oro”. A finales del siglo XIX, Guayaquil
ganaría la fama de poseer el cacao de
aroma más fino del mundo, y en esos años
–la década de 1890– los niveles
de producción llegaban a su punto más
alto. Por esta razón, las élites
verían la manera de favorecer la confianza
del extranjero y desterrar la vieja fama de
“puerto pestífero”, acogiendo
entre sus miembros a no pocos italianos, alemanes,
franceses, españoles y colombianos que
se convertirían en prósperos comerciantes,
hacendados y exportadores, vinculados entre
sí por alianzas matrimoniales con históricos
apellidos guayaquileños. A este atractivo
había que sumar la admirada belleza de
la mujer guayaquileña, que asombraba
a los europeos por su “tez blanca y delicada”
en tierras ecuatoriales, además de su
soltura, que la diferenciaba de la quiteña
especialmente en el trato amistoso.
Hubo visitantes que se quejaron del sinnúmero
de problemas que tenía la ciudad, que
iban desde la falta de hoteles hasta la cantidad
de mosquitos y todo tipo de insectos que atentaban
contra su tranquilidad. Es famosa la interpretación
que hace Edward Whymper de sus “sueños
tropicales”, imaginándose “atacado”
por una iguana, que lo despierta de su lecho.
No en vano confesó haber recolectado
50 especies de sabandijas en una sola noche.
A pesar de ello, otros prefirieron destacar
los atractivos exóticos que hacían
de Guayaquil una ciudad singular, como el diseño
y estructura de sus casas, cuyos “balcones
sostenidos por arcos forman unos pórticos
a cada lado de la calle, bajo los cuales se
desplazan los transeúntes” (Alcides
D’Orbigny, 1829). Este tipo de arquitectura
es única y proviene del ingenio “criollo”
de encontrar protección contra la lluvia
y el sol, cosa que aún llama la atención.
También son interesantes las descripciones
que hacían los viajeros europeos de ciertas
costumbres como aquella que tenían las
damas de recibir a los visitantes en la hamaca,
detalle que por su indiscutible carga erótica,
les atraía mucho.
En su libro Escenas de la Vida Sudamericana
(1861), Alexandre Holinski comparaba delicias
culinarias como la piña, con la “exquisita”
belleza de las mujeres de Guayaquil, de las
que decía que tenían la “mirada
llena de fuego”, con “caderas fuertemente
pronunciadas” y “una ondulación
voluptuosa que comparten con las mujeres del
Oriente árabe y de Andalucía”.
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