Noviembre de 2001
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Por Julián Larrea
Foto Jorge J. Anhalzer / Archivo Criollo

Achigtaita
continuación
(3 de 4)

Los invitadoa al matrimonio esperan con ansia que la fiesta, que durará tres días, empiece.

Yo ya no era solamente el padrino. Me había convertido en un verdadero equilibrista: la facha en el hombro, el sombrero en la cabeza, k botella de trago en la diestra y en la siniestra el taquito de plástico; además ejercía mi padrinazgo, primero con ambas manos al impartir mi bendición a quienes así lo demandaran, y luego con los dos pies pues no debía parar de bailar.

El “pasito” de la madrina extasió a invitados, parientes, amigos y colados. Nadie pensó que Patricia asumiría su condición de achigrnama como una verdadera salasaca. La fiesta entraba en calor, la música cuajaba y el trago se derramaba. “ Que se riegue!, ¡ que la gente vea que hay!” Comandaba Lucho al yerme servir con pudor como tratando de no malgastar la “gasolina” que debía alcanzar para todo un pueblo.

“El padrino debe ir abriendo el camino hacia la casa de la novia, te has de detener en cada esquina, ¡has de brindar con todos!”, ordenaba Lucho. Llegamos a la casa de la novia. Las bendiciones de la madre, tías y demás mujeres allegadas se las recibían en la tulpa. Lloros, lamentos, bendiciones, iban y venían al humo de la leña verde que me hacía llorar. Padre, tíos y allegados masculinos de la novia impartirían sus consejos y bendiciones desde la única mesa que más tarde habría yo de preceder.

Cuy, papas, mote y chicha para la mesa; carne de res y papas para los invitados; colada para quienes desde afuera observan. De cuando en cuando yo veía a la madrina a la distancia. Sentada sobre la estera de la novia y sus acompañantes, brindaba conmigo por estos manjares andinos que tantas veces añoramos.

La llegada de la botella de trago cerró el festín culinario. “ Has de brindar con todos y que se riegue!”, me recordaba Lucho. El padrino se levantó y al instante la música sonó. La madrina sacó a bailar a quien se le cruzaba por el frente. Y nuevamente la gente observó la destreza bien aprendida la noche anterior de los pasós elegantes, que mantenía erguida y con el sombrero en buen balance, la figura de esta bella danzante. El puro de caña comenzó a surtir efecto, el éxtasis empezaba a vivirse. Los músicos, entregados, cerraban sus ojos como si el compás hubiese nacido con ellos.

“La facha sobre el hombro, ese sombrero equilibrado, el poncho bien dispuesto, las pañoletas en su puesto”, Lucho y sus secuaces empezaban a hostigarme. Mi séquito se había engolosinado con el fuerte. Me tocó transformarme en un dictador. Me gané toda la importancia de la fiesta (como debía ser, ¿creo?), y ejercí mi condición de hombre fuerte: ¡ahora sí ya era al padrino! No sé si gracias a mi “chuma” o porque así el séquito me lo pedía.

Debíamos abandonar la casa, pues el sereno se sentía. Atropellé las amenazas de la parentela de la novia para escurrirnos hacia donde el novio vivía. La bendición debía ser recibida de ambas casas. Así que sin más, y a mi huida, los músicos siguieron parando en el pungu primero para despedir tan generosa acogida. Bailamos al ritmo milenario impuesto por el violín. Comenzamos la larga marcha, pues los invitados del novio aguardaban la llegada de la fiesta, y siguiendo con la tradición brindamos y festejamos en cada esquina con quien por ahí se encontraba. “¡ Que vivan los novios!, ¡ que viva el padrino!, ¡ que viva la madrina, pata de gallina!”, eran las frases que se oían por doquier.

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