Yo
ya no era solamente el padrino. Me había
convertido en un verdadero equilibrista: la
facha en el hombro, el sombrero en la cabeza,
k botella de trago en la diestra y en la siniestra
el taquito de plástico; además
ejercía mi padrinazgo, primero con ambas
manos al impartir mi bendición a quienes
así lo demandaran, y luego con los dos
pies pues no debía parar de bailar.
El “pasito” de la madrina extasió
a invitados, parientes, amigos y colados. Nadie
pensó que Patricia asumiría su
condición de achigrnama como una verdadera
salasaca. La fiesta entraba en calor, la música
cuajaba y el trago se derramaba. “ Que
se riegue!, ¡ que la gente vea que hay!”
Comandaba Lucho al yerme servir con pudor como
tratando de no malgastar la “gasolina”
que debía alcanzar para todo un pueblo.
“El padrino debe ir abriendo el camino
hacia la casa de la novia, te has de detener
en cada esquina, ¡has de brindar con todos!”,
ordenaba Lucho. Llegamos a la casa de la novia.
Las bendiciones de la madre, tías y demás
mujeres allegadas se las recibían en
la tulpa. Lloros, lamentos, bendiciones, iban
y venían al humo de la leña verde
que me hacía llorar. Padre, tíos
y allegados masculinos de la novia impartirían
sus consejos y bendiciones desde la única
mesa que más tarde habría yo de
preceder.
Cuy, papas, mote y chicha para la mesa; carne
de res y papas para los invitados; colada para
quienes desde afuera observan. De cuando en
cuando yo veía a la madrina a la distancia.
Sentada sobre la estera de la novia y sus acompañantes,
brindaba conmigo por estos manjares andinos
que tantas veces añoramos.
La llegada de la botella de trago cerró
el festín culinario. “ Has de brindar
con todos y que se riegue!”, me recordaba
Lucho. El padrino se levantó y al instante
la música sonó. La madrina sacó
a bailar a quien se le cruzaba por el frente.
Y nuevamente la gente observó la destreza
bien aprendida la noche anterior de los pasós
elegantes, que mantenía erguida y con
el sombrero en buen balance, la figura de esta
bella danzante. El puro de caña comenzó
a surtir efecto, el éxtasis empezaba
a vivirse. Los músicos, entregados, cerraban
sus ojos como si el compás hubiese nacido
con ellos.
“La facha sobre el hombro, ese sombrero
equilibrado, el poncho bien dispuesto, las pañoletas
en su puesto”, Lucho y sus secuaces empezaban
a hostigarme. Mi séquito se había
engolosinado con el fuerte. Me tocó transformarme
en un dictador. Me gané toda la importancia
de la fiesta (como debía ser, ¿creo?),
y ejercí mi condición de hombre
fuerte: ¡ahora sí ya era al padrino!
No sé si gracias a mi “chuma”
o porque así el séquito me lo
pedía.
Debíamos abandonar la casa, pues el sereno
se sentía. Atropellé las amenazas
de la parentela de la novia para escurrirnos
hacia donde el novio vivía. La bendición
debía ser recibida de ambas casas. Así
que sin más, y a mi huida, los músicos
siguieron parando en el pungu primero para despedir
tan generosa acogida. Bailamos al ritmo milenario
impuesto por el violín. Comenzamos la
larga marcha, pues los invitados del novio aguardaban
la llegada de la fiesta, y siguiendo con la
tradición brindamos y festejamos en cada
esquina con quien por ahí se encontraba.
“¡ Que vivan los novios!, ¡
que viva el padrino!, ¡ que viva la madrina,
pata de gallina!”, eran las frases que
se oían por doquier.
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