Noviembre de 2001
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Por Julián Larrea
Foto Jorge J. Anhalzer / Archivo Criollo

Achigtaita
continuación (2 de 4)

Según la costumbre salasaca, madre y mujeres allegadas aconsejan al novio sobre cómo debe comportarse en su nueva vida.

Yo sorprendido por tal cambio no pude esperar para que a mi “mozo de espadas” le vinieran las ganas de iniciar dicha transformación. Se convirtieron en dos, ya que un tiu, no invitado, se le juntó y decidió empezar con los pantalonsillos bordados con motivos de la naturaleza (aves y alimañas): iban éstos hasta las canillas. Luego pasó a la hermosa blusa igualmente decorada con flores y diseños andinos.

Al cinto dos fajas de seda, amarilla la una, celeste la otra, con sus sobrantes a cada muslo. Los nudos de cada faja resultaron ser puntos de controversia para los “de cuadrilla”. El aliento aguardientoso de cada uno de ellos en el quichua más impenetrable y sus gestos de preocupación, dieron buena fe de que no se iban a poner de acuerdo en cuál de las fajas debía ir primero. Fue la voz de la “mama” que vestía a la madrina quien decidió adjudicarse la tradición y poner fin al duelo que en mi cintura acontecía. Poncho negro salasaca iba debajo de tres pañoletas de distintos colores, bordada la iiltima con una hermosa paloma. Los alpargates en los pies, la facha que me acompañaría toda la celebración al hombro y el sombrero, con la copa más pequeña y talvez más pesado que mi cabeza, fueron ingredientes básicos para retocar el traje de etiqueta.

Antes de salir a la iglesia nos sentamos, Oswaldo, dos runas y yo a degustar algo de la montaña de mote. Acompañó al maíz cocinado una sopa de carne y, por supuesto, lo que sobraría en la festividad: el fuerte de caña. Con apuro salimos hacia la iglesia en el jeep que hizo las veces de coche de bodas. Llegamos a la esquina de la plaza central en donde la novia, la madrina, Oswaldo y yo seríamos escoltados por un grupo de músicos hasta la entrada del templo. El ajetreo y el apuro por llegar, durante el replique de las campanas, casi no me deja ver el tumulto que se había formado a las afueras de las puertas y que se tomaba la plaza central viendo al cuarteto tan elegante. Dos “princesas”, la una india y la otra mestiza, acompañadas por su respectivo karl cada una.

La ceremonia eclesiástica duró lo largo que suelen ser estos acontecimientos. Estábamos sentados casi, casi, en el altar: Oswaldo y Manuela arrejuntados por una cadena, debajo de un pañuelo sostenían una vela que derramaba la cera hirviente sobre sus puños entrelazados, y Patricia y yo separados por los novios.

Antes de que el arroz cayera, me di cuenta que a mi lado tenía ya bien prendado a un fiel seguidor de la tradición: Lucho. El sería el líder del séquito de juristas, tradicionalistas, puristas y costumbristas salasacas que cuidarían de la imagen del padrino durante la fiesta. “La facha siempre sobre el hombro izquierdo, el sombrero siempre sobre la urna”, Lucho me aconsejaba. ¡Solamente yo sabía lo difícil que se me hacía mantener esa tela sobre el hombro y ese sombrero sobre la testa!

Sonó la música. La gente se hizo a un lado y nosotros de repente vimos el callejón que nos arrojaría al centro de la plaza en donde empezaríamos a bailar y festejar al son del rondador, el violín, el charango, la guitarra y el redoblante.

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