Al
acercarse la canoa se zambullen ágilmente.
Nos aproximamos al tronco donde, segundos antes,
estuvo sentada la tortuga. Ahí, justo
debajo de la madera, bloqueado por la vegetación,
asoma un recipiente de plástico vacío,
níveo, inmaculado, de un blanco sintético
y agresivo que mancha definitivamente la armonía
del entorno. De golpe, el equilibrio se rompió.
Silencio en la canoa...
Paramos el motor y nos dejamos deslizar hasta
llegar al palo. Me agacho y recojo el desperdicio.
Lo boto con rabia a la punta de la lan- cha.
¿Por qué ahora, en este sitio?
¿Por qué en este momento predilecto
debemos estar agredidos por la inmundicia de
nuestra realidad?
A lo largo del recorrido por el río,
esa misma tarde, ayudado por los huaorani y
los turistas, recogí cerca de 40 envases,
galones de agua, botellas de plástico
vacías de marca conocida, botellas de
anisados, fundas plásticas transparentes,
de color, de distintas texturas y formas, envases
de repelente de insectos, de bronceadores, de
cremas hidratantes. Para todos los gustos.
A las 6 de la tarde paramos para armar el campamento
en una playa de arena fina. Ahí también,
encima de la vegetación contigua, un
montón de basura nos espera: restos esparcidos
de un campamento desarmado ayer o anteayer.
Recogimos todo en fundas grandes, en silencio,
y lo cargamos en la piragua.
El recolector de basura del río Shiripuno.
Nuestra canoa se transformó en una triste
imitación de este vehículo de
utilidad pública que al sonido de la
campana recorre las calles de las grandes ciudades
del país.
¿Conocen ustedes este sentimiento de
“vergüenza ajena”? Yo lo sentí
en carne propia, y lo sentimos todos, esta vez,
en medio del río Shiripuno, aguas arriba
del Parque Nacional Yasuní. Los grandes
ríos de la Amazonia ecuatoriana —el
Napo, el Aguarico, el Pastaza— al filo
de los años se han transformado en vía
de tránsito de millones de desperdicios.
¡Viajen por estas aguas y verán
si exagero! El plástico nada por donde
sea, los montones de troncos flotantes y bloqueados
en las orillas transportan los restos tangibles
de nuestro consumismo. Hace mucho tiempo que
los biólogos, los ecólogos, los
naturalistas, han dejado de encontrar encanto
alguno al navegar por estos ríos. Cuando
conocí el Oriente, hace veinte años,
podía aún gozar de un periplo
por estos parajes sin ser agredido por plásticos
y desechos de todo tipo.
Todavía muchas compañías
turísticas operan a lo largo de estas
riveras, obligadas a hacer abstracción
de la polución fluctuante que impacta
forzosamente a los viajeros de nuestra selva.
Sin embargo, en poco tiempo estas empresas deberán
optar por mandar a sus pasajeros por ríos
pequeños, en busca de lo “natural”,
de lo “puro”. Mi último viaje
por el Shiripuno, en territorio de los huaorani,
me hizo tocar con el dedo una triste realidad:
la frontera de lo “natural”, de
lo “puro”, se aleja cada día
más. La contaminación invade los
últimos espacios de nuestro entorno.
Pero, ¿quién abandona desechos
a lo largo del río Shiripuno? Primero,
los colonos ubicados cerca del puente de la
vía Auca. Esta carretera maldita que
profanó, sin control alguno, la inmensidad
de nuestra selva, que permitió el ingreso
de una población migrante que vive en
condiciones más que precarias. A falta
de cualquier infraestructura de recolección
de basura, utilizan los ríos para deshacerse
de sus desperdicios. Segundo, los propios huaorani,
sedentarizados en las orillas en los últimos
tiempos. Pobres ex habitantes “libres”
de la selva, en pleno proceso de transformación
de su vida, adoptan el modo de subsistencia
“colono”, con sus taras y hábitos.
Tercero, y ahí va lo peor, algunas de
las agencias de turismo situadas en Baños,
Misahuallí o Coca. Agencias “piratas”
la mayoría, que proponen “tours
organizados” a precios rebajados, bajo
el lema de viajes “ecoturísticos”,
sin guías formados, sin autocontrol alguno,
abandonan desperdicios por todas partes.
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