En
Manabí, generalmente castigado por las
sequías, la abundancia de agua durante
el fenómeno de El Niño trae desolación
y, a veces, como en el caso de esta escena en
las cercanías de Montecristi, una alegre
novedad. |
Dos atributos del agua contribuyen a la complejidad
que rodea sus asuntos. El primero es que el
agua no respeta las fronteras de los hombres:
la humedad que se evapora en la Amazonía
peruana ha regado desde siempre los productivos
valles interandinos del Ecuador, aun cuando
el flujo comercial o diplomático entre
los dos países haya cesado. De la misma
manera, la contaminación petrolera de
los ríos del Oriente afecta a la economía
de los pueblos amazónicos peruanos aun
después de haber firmado la paz. Esto
que es cierto entre estados colindantes, también
lo es entre casas vecinas, entre provincias
e incluso, al otro lado del espectro, a escala
global: el posible aumento de los niveles del
mar debido a emisiones de carbono generadas
en los países desarrollados afectará
mayormente a los pequeños países
insulares del sudeste asiático.
El segundo atributo es que, más que cualquier
otro recurso, el agua es vital. Estas dos características
hacen que la política del agua, si quiere
ser exitosa, tenga que tomar en cuenta a todos
sus usuarios, y que lo haga desde el enfoque
de su unidad natural de manejo: la cuenca hidrográfica.
Todo pedazo de tierra constituye parte de alguna
cuenca hidrográfica, ya sea de la que
incluye una sola caída de agua que nace
en la parte alta de un peñasco y muere
al pie del mismo cuando llega al mar, o de la
que, como en el caso de la cuenca amazónica,
se extiende a lo ancho de siete millones y medio
de kilómetros cuadrados e incluye a nueve
países. Y si todo pedazo de tierra está
dentro de alguna cuenca, toda, o casi toda,
actividad humana también se desarrolla
en una. El uso más obvio y esencial que
los humanos
damos al agua es el de incorporarlo a nuestro
cuerpo que, como se sabe, está constituido
en su mayoría por este elemento. Pero
el agua posee una serie de características
físicas y químicas que la hacen
probablemente el más versátil
de los recursos a nuestro alcance. Se la utiliza
para el uso doméstico, para producir
energía, como lubricante y refrigerante,
para la agricultura y el transporte, para la
eliminación y disolución de desechos
y para la recreación. Esta multiplicidad
de usos y la peculiar dinámica del ciclo
hidrológico hacen del acceso al agua
un asunto inherentemente conflictivo. En donde
el agua es escasa y su uso agrícola es
intensivo surgen problemas con los consumidores
urbanos que la requieren para sus hogares; tal
vez el caso más evidente se halle en
California, donde el afán de lograr tareas
—o fortunas— faraónicas,
ha llevado a la necedad de cultivar arroz en
el desierto inundando miles de hectáreas,
aunque las inmensas ciudades de la baja cuenca
sufran problemas crónicos de escasez
de agua.
Pero los conflictos surgen inclusive cuando
el agua sobra; el problema no es solamente de
cantidad, sino también de calidad. En
el río Napo—el lugar donde más
agua dulce he visto en mi vida— el dilema
no se deriva de lo que las compañías
mineras extraen del río, sino de lo que
adicionan a él.
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