Los mineros requieren de las aguas corrientes
para librarse de los desechos tóxicos
que sus actividades generan (de lo contrario
el problema sería de ellos y no de otros),
pero esas mismas aguas son la base del sustento
de las comunidades quichuas que pescan aguas
abajo.
Como en todo conflicto, entran en juego las
relaciones de poder, y en ningún asunto
esto es más evidente que en el uso del
agua. El caso más extremo es la guerra,
como cuando a mediados del siglo pasado Israel
invadió Egipto, Siria y Jordania para
controlar las cabeceras del río Jordán,
después de un intento de Jordania por
desviar las vitales aguas para proyectos de
irrigación. Ahora, Israel utiliza el
70% del caudal de este río mientras que
sus vecinos sufren serias limitaciones. Pero
hay mecanismos más sutiles que la guerra.
Tal vez el más extendido, y que incluso
es visto como la solución al despilfarro
y la ineficiente utilización del agua,
es su mercantilización. El argumento
es que si el agua costaría, la gente
la valoraría y cuidaría, y que
de esta manera el agua sería dirigida
a sus usos más rentables y productivos.
Hasta aquí todo bien, pero estos argumentos
se ven amenazados con el fantasma de la exclusión
que, en el caso del agua, significa la muerte.
De hecho, ejemplos concretos no faltan. El más
atroz que me viene a la mente es lo ocurrido
en el África subsahariana en la década
de los ochenta. El razonamiento causal y lineal
nos lleva a la explicación más
extendida de que la falta de agua, producto
de la prolongada sequía de la zona, hizo
colapsar la producción de alimentos,
por lo que las estremecedoras imágenes
de niños literalmente muriéndose
de hambre que nos trasmitía el satélite,
indignantes y todo, eran fruto de una catástrofe
natural, más parecida a la ira divina
que a la injusticia de los hombres. Lo cierto
es que, como lo demostró Amayrta Sen,
Premio Nobel de Economía por su trabajo
sobre la economía del bienestar, en algunas
regiones los años de las hambrunas fueron
tan o más productivos que los años
anteriores. Lo que sucedía es que la
mercantilización del agua y de la tierra
hacía que se destinen esos recursos a
la agricultura industrial para la exportación
en detrimento de la agricultura de subsistencia.
Otro ejemplo de exclusión más
cercano a nosotros es lo que sucede dos los
días en Guayaquil. El 65% más
de sus habitantes reciben en tanqueros apenas
d 3% del agua potable producida y a un precio
200 veces más alto que las personas que
están conectadas a la red urbana con
tuberías. Esta situación es un
común denominador de las grandes ciudades
latinoamericanas, cuyo desarrollo urbano es
el reflejo de las injusticias de la sociedad
que lo genera, y que a su vez se ven reflejados
en conflictos sociales que, como los superficialmente
apacibles ríos de nuestras llanuras,
tarde o temprano se saldrán de madre.
El tratamiento de los problemas del agua, constantemente
agudizados por una mayor demanda y una provisión
necesariamente constante, requieren de soluciones
imaginativas, justas y adecuadas a nuestra realidad.
Para los excesos —las inundaciones, deslaves
y marejadas— lo más probable es
que las salidas se parezcan más a las
de los habitantes tradicionales de las zonas
afectadas, basadas en la flexibilidad, la adaptación
y el profundo conocimiento del medio, que a
las de los ingenieros primermundistas que más
bien buscan el control y el sometimiento. Para
la escasez hay dos caminos: la responsabilidad
y la solidaridad, o la guerra. No solo de la
naturaleza depende que el agua sea fuente de
vida o de muerte.
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