Septiembre de 2001
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Por Andrés Vallejo E.
Foto Jorge J. Anhalzer / Archivo Criollo

Agua
continuación (3 de 3)

Flexibilidad: Las culturas que se han desarrollado en las llanuras inundables de nuestra costa tienen una serie de adaptaciones a este tipo de ambiente, una de ellas son las casas zancudas.


Los mineros requieren de las aguas corrientes para librarse de los desechos tóxicos que sus actividades generan (de lo contrario el problema sería de ellos y no de otros), pero esas mismas aguas son la base del sustento de las comunidades quichuas que pescan aguas abajo.

Como en todo conflicto, entran en juego las relaciones de poder, y en ningún asunto esto es más evidente que en el uso del agua. El caso más extremo es la guerra, como cuando a mediados del siglo pasado Israel invadió Egipto, Siria y Jordania para controlar las cabeceras del río Jordán, después de un intento de Jordania por desviar las vitales aguas para proyectos de irrigación. Ahora, Israel utiliza el 70% del caudal de este río mientras que sus vecinos sufren serias limitaciones. Pero hay mecanismos más sutiles que la guerra. Tal vez el más extendido, y que incluso es visto como la solución al despilfarro y la ineficiente utilización del agua, es su mercantilización. El argumento es que si el agua costaría, la gente la valoraría y cuidaría, y que de esta manera el agua sería dirigida a sus usos más rentables y productivos. Hasta aquí todo bien, pero estos argumentos se ven amenazados con el fantasma de la exclusión que, en el caso del agua, significa la muerte.

De hecho, ejemplos concretos no faltan. El más atroz que me viene a la mente es lo ocurrido en el África subsahariana en la década de los ochenta. El razonamiento causal y lineal nos lleva a la explicación más extendida de que la falta de agua, producto de la prolongada sequía de la zona, hizo colapsar la producción de alimentos, por lo que las estremecedoras imágenes de niños literalmente muriéndose de hambre que nos trasmitía el satélite, indignantes y todo, eran fruto de una catástrofe natural, más parecida a la ira divina que a la injusticia de los hombres. Lo cierto es que, como lo demostró Amayrta Sen, Premio Nobel de Economía por su trabajo sobre la economía del bienestar, en algunas regiones los años de las hambrunas fueron tan o más productivos que los años anteriores. Lo que sucedía es que la mercantilización del agua y de la tierra hacía que se destinen esos recursos a la agricultura industrial para la exportación en detrimento de la agricultura de subsistencia.

Otro ejemplo de exclusión más cercano a nosotros es lo que sucede dos los días en Guayaquil. El 65% más de sus habitantes reciben en tanqueros apenas d 3% del agua potable producida y a un precio 200 veces más alto que las personas que están conectadas a la red urbana con tuberías. Esta situación es un común denominador de las grandes ciudades latinoamericanas, cuyo desarrollo urbano es el reflejo de las injusticias de la sociedad que lo genera, y que a su vez se ven reflejados en conflictos sociales que, como los superficialmente apacibles ríos de nuestras llanuras, tarde o temprano se saldrán de madre.


El tratamiento de los problemas del agua, constantemente agudizados por una mayor demanda y una provisión necesariamente constante, requieren de soluciones imaginativas, justas y adecuadas a nuestra realidad. Para los excesos —las inundaciones, deslaves y marejadas— lo más probable es que las salidas se parezcan más a las de los habitantes tradicionales de las zonas afectadas, basadas en la flexibilidad, la adaptación y el profundo conocimiento del medio, que a las de los ingenieros primermundistas que más bien buscan el control y el sometimiento. Para la escasez hay dos caminos: la responsabilidad y la solidaridad, o la guerra. No solo de la naturaleza depende que el agua sea fuente de vida o de muerte.

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