Septiembre de 2001
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Por Andrés Vallejo E.
Foto Jorge J. Anhalzer / Archivo Criollo

Agua

La dualidad del agua: las millones de gotas de agua que forman la cascada de San Rafael produciendo un espectáculo de una fuerza abrumadora, por separado nos evocarían más bien delicadeza y levedad.


Había estado en este sitio decenas de veces y, sin embargo, nada había de familiar en el paisaje. No había rastro de los verdes cultivos y los secos matorrales con que se cubre la ondulada geografía que suele dar la bienvenida a la costa manabita. En su lugar, un solo interminable lago se extendía hasta donde alcanzaba la vista, solo interrumpido por zancudas casas, cuya presencia en la mitad de toda esta agua desafiaba la razón. Un joven Jesucristo montubio caminaba sobre las aguas, haciéndose seguir por los automóviles que de otra forma no hubieran atinado el trazado de la sumergida carretera. Sumergidos también, bajo esa insoportable calma, estaban las cosechas y las casas, los recuerdos y los sueños, como sucede cada vez que el incorregible Niño visita nuestras costas. La imagen era de una hermosura que insultaba la desolación evidente en la cara de los habitantes de los alrededores de Chone, donde el río se desmadrara el día anterior.

Tan solo unos kilómetros más adelante, ya llegando a Montecristi, el paisaje era similar: más agua que la que abarcaban las plegarias de años de esta gente agobiada por las sequías. A pesar de ello, el ambiente era de carnaval. Varios discos móviles se habían acomodado en los pocos altos sin agua que quedaban, derrochando las estridencias del rap merengue. Los niños se lanzaban de cabeza desde las copas de los árboles, ahora accesibles para todo el que supiera nadar. Las muchachas en bikini no oían los piropos que sin embargo les hacían sonreír. Un larvero pescaba con su red en lo que solo semanas antes fuera el polvoriento parqueadero de un hotel. Aquí, la inundación se había establecido hacia algunos días ya, y lo que en su momento fue calamidad, ahora era diversión y novedad y hasta fuente de una alegría inusual.

Este carácter dual del agua —oportunidad y riesgo, necesidad y amenaza, fuente de belleza y vehículo de la destrucción, epítome de vida y mensajera de la muerte— se manifiesta una y otra vez. Para dar un ejemplo fresco en la memoria de todos, en Papallacta, en donde quizás como en pocas partes el agua brinda placer y trabajo, tanto por sus truchas como por sus termas, recientemente el río sepultó a algunos de sus pobladores causando indecible zozobra. Otro ejemplo que se refresca cada década es el de Manabí, de donde las devastadoras sequías producen éxodos intermitentes e interminables, y donde las también interminables aguas de El Niño entierran a los vivos y desentierran a los muertos.

El agua tiene un ímpetu y una violencia que difícilmente nos vienen a la mente cuando contemplamos la sutileza de una gota o inclusive la lánguida cadencia de las olas del mar. De la misma forma, los asuntos relacionados con el agua usualmente no dejan ver su verdadera volatilidad. Cuando el agua es abundante y llueve para todos, nos sucede lo que con la buena salud: la damos por descontada y hasta la ignoramos, pero cuando llega a faltar, se convierte en la máxima prioridad y su política se vuelve tan tumultuosa como la cascada de San Rafael.

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