Ya no era esa “torta de ante” muy saboreada por la alta burguesía del siglo XIX; era un pastel frecuente en Guayaquil de la década de 1920, de remoto origen francés y de nombre “torta cambrai”. Pero el recuerdo me remite a la década de 1950. Vivía en un pueblo entre montañas muy cerca de la selva amazónica. No se conocía la pastelería. Funcionaban dos panaderías y, cuando más, los panaderos hacían pan de dulce.
Es posible que en la cocina de las monjas se trabajaran pasteles para comerlos en días de fiesta o del santo de la superiora; en ese convento vivían las internas, guapas criaturas que sus padres entregaban a las monjas para que sus enamorados montaraces no las embarazaran; hubo algún caso, pero eso es otro cuento. Hacer un pastel de cumpleaños era un lujo. Hacer la torta de un huevo se dejaba para el domingo y pasaba a la mesa sin decoración.
Vi hacer la torta de cumpleaños de la siguiente manera. En un recipiente se batía a fuerza de brazo mantequilla y azúcar. Luego se añadían, poco a poco, yemas de huevo hasta obtener una crema; se incorporaba esencia de vainilla y polvo de hornear; poco a poco se ponía harina de castilla hasta formar una masa densa que se soltaba con algo de leche. Los moldes eran tres pailas de bronce ni grandes ni pequeñas; se acomodaba en ellas papel de envolver y se vertía la masa. Se transportaban las pailas al gran horno de leña y solo se introducían después de sacar el pan.
Las tortas ya frías se ordenaban en un charol y se procedía de esta manera: se las unía entre ellas con chocolate derretido y mermelada de mora.
Se batían las claras hasta llegar al punto de nieve. El almíbar en punto de hilo se mezclaba con las claras batidas y el resultado era un merengue espeso, el que se conoce como “italiano”. Se coloreaban porciones del merengue con substancias vegetales. En lugar de manga se usaba un cucurucho de papel y se cortaba la punta de modo que brotara el merengue acanalado. En la parte alta de la torta iban unas velas y se escribía el nombre del cumpleañero.
Llegaban los parientes y algunos vecinos; esperaban con apetito el trozo de torta y la taza de té muy dulce y con gotas de limón. En ocasiones, el festejo incluía un trago de anisado y música de guitarras. Terminaba el acontecimiento, cuando la macilenta luz eléctrica iluminaba las calles empedradas y otras de tierra. No podía faltar el rumor de la lluvia que se confundía con el de las cascadas y se interrumpía con la música religiosa del altavoz del templo y que, de cuando en cuando, pasaba comentarios de la lenta agonía del papa Pío XII.