N° 68 - noviembre diciembre 2010
 
 
 
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por Daniel Orellana*

 
 

Cualquiera que esté atento a las noticias mundiales se habrá sentido inundado por desesperanzadores reportes sobre el cambio climático, las prolongadas sequías y las pérdidas de cosechas, los cada vez más fuertes inviernos en Europa y Norteamérica, las amenazantes inundaciones, huracanes, volcanes y terremotos. A más de una persona se le habrá ocurrido la inevitable pregunta: “¿Está todo esto conectado?”

Parecería como si las apocalípticas advertencias de los ecologistas radicales estuvieran por materializarse, y los más pesimistas podrían incluso pensar que los mitos asociados al fin de la civilización acabarán por cumplirse más temprano que tarde. Al mismo tiempo, los escépticos argumentan que el peligro es solo aparente y que el sentimiento generalizado de colapso global se debe a que ahora podemos registrar estos eventos con mayor facilidad y difundirlos inmediatamente a través de los medios en una sociedad hiperconectada. La división de opiniones dentro de la comunidad científica y la falta de claridad con que los medios interpretan y transmiten los principales temas no han hecho más que contribuir a la confusión generalizada. Pero al menos hay un punto en el que invariablemente todo el mundo concuerda: es tiempo de que nuestra sociedad se detenga un momento a entender lo que está sucediendo y revisar la forma en que estamos llevando el mundo. También parecemos concordar en que debemos hacerlo desde una perspectiva que nunca se había hecho (o al menos eso creíamos): desde el punto de vista planetario.

La idea de que nuestro planeta puede ser considerado un superorganismo con funciones similares a la de los seres vivos no es nueva. Desde tiempos precolombinos, la tan cacareada y muchas veces malinterpretada cosmovisión indígena de la Pachamama atribuye a la naturaleza una identidad propia, un carácter a la vez bondadoso y terrible, lleno de la sabiduría necesaria para cuidar a todos los seres vivos. Sin embargo, hace menos de diez años que la idea del planeta como un organismo complejo es considerada seriamente dentro de círculos científicos, que ahora ven en esta idea, conocida como la teoría Gaia, una prometedora aproximación para responder las preguntas fundamentales sobre el cambio climático y otros eventos globales.

EL NACIMIENTO DE GAIA

La historia del surgimiento de la teoría Gaia comienza, paradójicamente, con nustro vecino inerte: Marte. En la década de 1960, el químico británico James Lovelock fue reclutado por la NASA para diseñar instrumentos que irían a Marte a bordo de la nave “Viking” con la finalidad de detectar la presencia de vida en ese planeta. Lovelock era ya reconocido en el ámbito científico por sus inventos que revelaron la presencia de clorofluorocarbonos en la atmósfera, famosos por sus efectos destructivos en la capa de ozono. Pues bien, Lovelock encontró la respuesta invirtiendo la pregunta, o mejor dicho transmutando su punto de vista e imaginando cómo resolvería el problema si fuese marciano en lugar de inglés: ¿cómo sabría que la Tierra tiene vida? La respuesta iluminó su mente como lo habría hecho la de cualquier supuesto marciano que viera la Tierra desde el espacio. Una inspección de las características visuales, térmicas y químicas de un planeta sería suficiente para revelar la presencia o ausencia de vida. Con técnicas de espectroscopía se podría saber la composición de la atmósfera y la corteza de Marte simplemente analizando la luz solar que refleja, sin necesidad de enviar una nave (no sorprende que su idea no haya causado entusiasmo en la NASA). Pero, ¿cómo podemos saber si hay vida en un planeta simplemente analizando su atmósfera? La respuesta nos lleva un poco más atrás en el tiempo, hace unos 4 mil millones de años.

Desde pequeños nos enseñaron que la vida en la Tierra es posible gracias a la presencia de oxígeno en la atmósfera. Pues en realidad sucede exactamente lo contrario: la atmósfera de nuestro planeta es una consecuencia de la actividad de los organismos vivos. De hecho, los primeros organismos vivos aparecieron ya en la infancia de nuestro planeta, hace 4 mil millones de años, mientras que la atmósfera rica en oxígeno, tal como la conocemos, apareció hace “solo” 2 mil millones. ¿Por qué se produjo tal cambio?

En un principio, la atmósfera de la Tierra tenía grandes cantidades de amoníaco, metano y dióxido de carbono (CO2). En este inhóspito ambiente, los únicos organismos vivos eran primitivas células carentes de núcleo, y lo fueron durante más de 2 mil millones de años. Entonces aparecieron los primeros organismos fotosintéticos que utilizaban la luz solar para formar nueva materia orgánica aprovechando el CO2 y produciendo oxígeno como desecho de dicho proceso. Estos organismos evolucionaron y prosperaron tanto que la proporción de oxígeno en la atmósfera aumentó hasta 21%. La presencia de este gas cambió el curso de la historia del planeta. Por un lado, el oxígeno fue el primer contaminante global, al acelerar los procesos de oxidación de las células procariotas y causar la extinción de la mayor parte de organismos vivos en ese entonces. Pero también permitió la aparición de nuevos seres capaces de utilizar la energía que despide el oxígeno al combinarse con compuestos orgánicos en los procesos de oxidación que constituyen la base de la respiración de los animales. De esta manera, se inició una explosión evolutiva que dio como resultado la inmensa diversidad de especies que conocemos hoy en día, y de las se extinguieron en el pasado.

Resulta sorprendente saber que, siendo el oxígeno y el nitrógeno gases que reaccionan fácilmente, una proporción diferente a la existente causaría una mezcla altamente explosiva. Pero gracias a la acción conjunta de los ecosistemas formados por bacterias, plantas, algas y animales que están constantemente renovando estos gases, las cantidades ideales para la vida se han mantenido por millones de años. Además, esta compleja atmósfera en constante renovación cumple otra función imprescindible para los seres vivos: es un termostato que mantiene la temperatura media global en un rango increíblemente preciso. De hecho, a pesar de que el Sol se haya estado calentando permanentemente, la temperatura de nuestro planeta ha seguido constante: basta considerar que la temperatura en la superficie de Marte puede variar entre -133º C de noche y 27º C de día.

EL MÁS GRANDE ORGANISMO VIVO

Estas y otras consideraciones llevaron a Lovelock a plantear que la Tierra es un sistema dinámico que regula el clima y la composición atmosférica para mantener las condiciones de habitabilidad. Esta delicada autorregulación, llamada “homeostasis”, no es estática y puede sufrir alteraciones. Si consideramos los datos más fiables hasta el momento, podemos decir que la Tierra se mueve entre dos estados de equilibrio principales. El primero está a una temperatura media de 5º C debajo de la temperatura actual y constituye lo que conocemos como eras glaciales. El segundo está a una temperatura media 6º C más que la actual y corresponde a las eras interglaciares. Todos los otros puntos de equilibrio son más inestables y bastan pequeñas alteraciones para disparar los mecanismos de autorregulación que colocan otra vez al planeta en un punto más estable.

Aún no sabemos todos los detalles del funcionamiento de estos mecanismos, pero tenemos evidencias claras sobre algunos de ellos. Por ejemplo, sabemos que los bosques y el fitoplancton marino absorben el CO2 contrarrestando el incremento de la temperatura planetaria, a la vez que el hielo de los polos refleja gran parte de la luz solar al espacio exterior con el mismo resultado. Cuando se pierden grandes extensiones de selva a la vez que crecen los niveles de CO2 y otros gases de efecto invernadero, la temperatura planetaria aumenta y el hielo de los casquetes polares se derrite, dejando al descubierto suelo desnudo que absorbe la luz solar y calienta aún más la superficie, aumentando otra vez la temperatura. Este incremento también afecta a las masas oceánicas provocando la proliferación de organismos que producen metano, un gas de efecto invernadero con un poder de retención del calor veintitrés veces mayor al del CO2. Este ciclo de retroalimentación se acelera cada vez más y seguirá su curso hasta llegar al siguiente punto de equilibrio.

ENFERMEDADES GLOBALES

Un aumento de 6º C no parece tan grave. ¿Deberíamos preocuparnos tanto? Consideremos el último informe del Panel Internacional del Cambio Climático, el más importante organismo sobre el clima que incluye a más de mil expertos de todo el mundo. Este informe toma en cuenta las incertidumbres de los modelos computacionales y presenta varios escenarios. En los más pesimistas, los impactos incluyen: disminución de la cantidad y calidad de agua en latitudes medias y bajas; extinción de más del 40% de las especies; mortalidad generalizada de los arrecifes de coral; aumento de incendios incontrolables; cambios significativos en las corrientes marinas; impactos negativos, complejos y localizados en la pesca y agricultura de subsistencia; disminución de la productividad de los cereales; pérdida del 30% de los humedales costeros del mundo; millones de personas y bienes afectados por inundaciones; aumento de la desnutrición y enfermedades diarreicas, cardiorrespiratorias e infecciosas; aumento de la morbilidad y mortalidad debido a olas de calor, inundaciones y sequías; cambios en los mecanismos de transmisión de enfermedades. Estos impactos corresponden a un aumento en la temperatura de 4º C. James Lovelock considera que este informe es demasiado optimista y su visión es compartida en gran medida por James Hansen, probablemente el más importante climatólogo del mundo.

Ambos científicos sostienen que el cambio climático está determinado por “puntos de inflexión”, es decir puntos en los que no hay retorno al estado anterior. Hansen piensa que es probable que alcancemos el punto de inflexión en menos de dos décadas a no ser que se cambie radicalmente el modelo de desarrollo actual basado en combustibles fósiles. Lovelock es más pesimista y considera que ya hemos pasado el punto de no retorno.

En cualquier caso, parece haber acuerdo en que si seguimos al ritmo actual, antes de que se acabe este siglo el mundo será un lugar muy diferente al que hemos conocido. Es muy poco probable que la vida en la Tierra se extinga y que la raza humana desaparezca. Como ya hemos visto, esta no es la primera ni será la última vez que un cambio climático global altere las condiciones de la vida en el planeta. Sin embargo, debemos tomar en cuenta un hecho importante confirmado por los más avanzados estudios genéticos: en la última glaciación, hace unos 60 mil años, la humanidad se redujo a un número tan bajo como 2 mil individuos. Los 6,8 mil millones de personas que vivimos hoy, descendemos de este reducido grupo que no llenaría un auditorio.


MEDICINA PLANETARIA

Lo fundamental de estas consideraciones es que nos advierten que ninguna de las medidas que se están tomando actualmente, incluyendo los acuerdos de Kyoto y Copenhague, van a ser suficientes para evitar el cataclismo. De hecho, se requieren cambios radicalmente más profundos y estructurales, como un impuesto significativo y global al uso de combustibles fósiles. Este impuesto haría más barato y efectivo utilizar energías limpias y renovables, acelerando su desarrollo y masificación y volviéndolas más asequibles. Sin embargo, una medida así colocaría a los países en desarrollo en una gran desventaja competitiva frente a las grandes potencias que ya han contaminado el planeta por cerca de cien años. Por lo tanto, también son necesarios mecanismos de compensación para equiparar las oportunidades de desarrollo y asegurar la equidad entre regiones.

La única solución viable e inmediata parece ser una drástica disminución del consumo energético. Un estadounidense consume ocho veces más energía que un chino, y veinte veces más que un latinoamericano manteniendo un nivel de vida equivalente, y es el estilo de vida de Estados Unidos el que se suele tener como meta. Por lo tanto, está claro que el problema no está solamente en los gobiernos ni en las grandes empresas; está, sobre todo, en el estilo de vida que llevamos y en la sobrevaloración que damos a elementos de alto impacto ambiental como los vehículos particulares. Mientras no revisemos estos paradigmas seguiremos siendo parte del problema y no de la solución.

Es importante considerar que la inercia del modelo actual hace que cualquier cambio que se planifique tardará varios años en ser implementado. Nos estamos quedando sin tiempo: si tenemos en cuenta lo que las evidencias sugieren, cualquier cambio, por más significativo que sea, será insuficiente si no se comienza a implementarlo en menos de diez años. Aunque esta visión apocalíptica suene desesperanzadora, debemos también reflexionar sobre nuestro papel como humanos en el superorganismo planetario.

Estamos causando un impacto probablemente catastrófico en Gaia, pero a la vez hemos sido capaces de tomar conciencia de su existencia, hemos viajado al espacio exterior y la hemos fotografiado y nos hemos admirado y emocionado con su belleza. No nos falta creatividad para imaginar soluciones al primer gran reto global a que nos enfrentamos, pero debemos ser más determinados para llevarlos a cabo a tiempo

 


*Daniel Orellana
es biólogo de la Universidad del Azuay. Realiza su investigación doctoral en Holanda sobre las interacciones entre los humanos y el ambiente a través del estudio de su movimiento. daniel.orellana@wur.nl