N° 57 - enero febrero 2009
 
 
 
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Al empate, Calceta


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Juan Fernando Freile *

El seleccionado de fútbol de Calceta estaba imparable. Había llegado a la final atropellando rivales, repartiendo goleadas en varios estadios manabitas. La nutrida hinchada tenía ya reservado el asiento para el trofeo de campeón. Pero aquel día, los santos del fútbol habían amanecido patas arriba para Calceta, y Bahía le propinaba una dolorosa y ya irremontable goleada. A tristes tres minutos del final, llegó el descuento calceteño. Justino Loor, alias “Mayor Tufiño”, mítico personaje de Calceta, brincó, y soltando el ahora célebre “al empate, Calceta”, arrancó la estruendosa carcajada de un público antes sumido en la derrota. Detalles más, detalles menos, esta es la historia de la consigna conocida en todo el Ecuador, según me la relatara Alexandra Cusme, joven poetisa popular oriunda de Calceta, “la sin par”, cabecera del cantón Bolívar.

En el tiempo en que a Calceta apenas llegaba un camino veranero, el río Carrizal era la principal arteria de transporte y comercio. Balsas construidas con caña, palo de balsa, cadi y otras maderas y fibras, corrían aguas abajo portando un sinfín de productos y enseres para comerciarlos desde Calceta hasta Tosagua o Bahía de Caráquez. La cultura de los balseros fue cesando al poco tiempo de haberse adecuado los caminos de entrada a Calceta, al punto de convertirse en una simple añoranza. No obstante, ahora ha sido rescatada –al menos a modo de fiesta– por varios melancólicos de las tradiciones perdidas y otros tantos noveleros incontritos. Desde hace cuatro años se realiza la Regata de Balseros del Cantón Bolívar, como parte de los múltiples festejos octubrinos de cantonización.

La idea de la Dirección de Turismo del Municipio de Bolívar tuvo buena acogida en Calceta y en comunidades y parroquias vecinas. Este año fueron catorce las balsas participantes, todas ataviadas de muchos productos: desde sacos de maní o maíz dulce, cabezas de verde, esponjillas, papayas, cocos, fréjoles de mata, mangos e higuerillas, hasta chanchos, gatos, perezosos, pericos y las infaltables reinas de cada balsa. Unas muy bien decoradas, otras más bien austeras; unas de firme construcción, otras de endeble arquitectura fruto de la inexperiencia de sus astilleros o del apuro de haberse construido la noche anterior a la regata.

En una de ellas, la número catorce construida por Servio Pachard según el diseño de los antiguos caras, bajé desde la comunidad de Sarampión. Los seis tripulantes (Servio, cuatro de sus hijos, un vecino y yo) acarreamos los productos de la finca de los Pachard y algunos enseres tradicionales de la cultura montubia, y zarpamos con el reloj marcando las siete. La primera hora de recorrido sirvió para acomodar los productos en la balsa y conversar sobre los impactos del sistema de riego Carrizal-Chone sobre los ecosistemas del río y las zonas de cultivo.

El río Carrizal, de importante caudal, es contenido aguas arriba de Calceta en la represa La Esperanza, desde donde baja entubado hacia las tierras agrícolas de Bolívar y otros cantones vecinos. Actualmente, los agricultores deben pagar cuatro dólares al mes por hectárea para tener acceso al agua de riego que antes bajaba generosa por el Carrizal y ahora se extrae de las múltiples llaves de paso apostadas en la vera de las fincas agrícolas.

Hora y media más tarde llegamos al sitio desde donde partiría oficialmente la regata. En La Palizada nos recibieron las demás balsas decoradas hasta los dientes. Colegios, universidades, familias, cooperativas, barrios se habían juntado para armar su balsa y echarse a las tranquilas aguas para un recorrido de casi tres horas. “¡Salve oh Carrizal! Río Nuestro Padre y Compañero del Balsero Bolivarense”, escrito con letras de molde sobre cartulina; roncos llamados de churos ahuecados o de rústicas cornetas de caña guadúa; gritos y chiflidos; amorfinos y contrapuntos: cualquier táctica resultaba válida al momento de llamar la atención de la gente congregada en La Palizada (ver mapa). Se había dado la largada. Una a una, las balsas echaron sus proas al río. A nosotros nos correspondió, naturalmente, la decimocuarta partida.


Hacia el mediodía, el Carrizal iba arrimando las catorce balsas en la orilla derecha de Calceta, donde se congregaban cientos de curiosos a recibirlas. Nos recibían además los jueces del concurso: un potpurrí de personajes públicos de Calceta que con formulario en mano juzgaban a las balsas, sus decoraciones, su cargamento, la vestimenta de sus tripulantes... La bulliciosa llegada se acompañó de música por altoparlantes, palabras de las reinas de cada balsa e, incluso, por dramáticas representaciones teatrales de mujeres parturientas o crímenes pasionales entre la balsa y la orilla lodosa. Una vez conocido el dictamen de los jueces, desilusionados los perdedores y satisfechos los que triunfaron, empezó a retirarse la gente. Todas las balsas, excepto una, se abandonaron a las aguas del río después de haber cumplido su cometido: participar en la regata.

La excepción fue la balsa catorce. Servio la enrumbó hasta la casa de una conocida suya, donde esperaría la aurora para seguir la travesía antigua de los balseros hasta el océano. La idea de Servio era recuperar un poquito la historia y protestar por los múltiples abusos que viene sufriendo el Carrizal: su embalse, los cambios en su curso, el dragado, la surtida contaminación con basura doméstica, de alcantarillas, los residuos de la fumigación de bananeras u otros monocultivos, la sedimentación; todos males recientes que amenazan con convertir al Carrizal en una serpentina de aguas muertas.

Partes remando, partes dejándonos llevar por la mansa corriente, bajamos Servio y yo durante un día entero. Atravesamos extensas plantaciones de banano, de las pocas grandes que hay en el cantón, fincas más pequeñas, bosquetes de pachaco (árbol de buenas maderas, típico de la zona), diminutos recintos, a la vista de vecinos sentados contemplando el río, cosechando mangos, bañándose... Vimos decenas de bombas succionando agua del río y unos cuantos desagües devolviendo aguas sucias. Cruzamos la represa La Estancilla, parte del sistema de riego Carrizal-Chone, pasamos Tosagua y terminamos el día bogando en las lentas aguas de una porción más ancha del Carrizal. El día en la balsa fue abundante en frutas y charlas. Para Servio, la Comisión para la Reconstrucción de Manabí, administradora del Carrizal-Chone, y su turbia contratista Odebrecht, han traído terribles consecuencias a los humedales del cantón. Cuenta que aguas abajo, en donde el Carrizal alimenta a las ciénegas de La Segua, uno de los humedales más importantes del país, el propósito es limitar el flujo de aguas hacia el humedal, para así alimentar la represa Simbocal del sistema Carrizal-Chone (ver mapa).

Un día entero remando fue insuficiente para llegar a La Segua y constatar si su sospechada desconexión con el Carrizal era cierta. Con la balsa arrimada a una playita de arena y zancudos, en un sitio conocido como San Fernando, regresamos a Tosagua para pasar la noche. A la mañana siguiente, luego de cuatro horas de preguntarnos si llegaríamos remando a La Segua, nos apegamos a un puente de concreto donde nos recibió, por los azares del destino, Francisco Bravo. Pescador de corazón, “porque la pesca es lo más bonito del mundo”, Francisco nos cayó justo para empaparnos de lo sucedido con el Carrizal a estas alturas del camino. En efecto, las obras casi separan por completo al río del humedal, a no ser por la oposición de varios agricultores de la zona que consiguieron un resquicio por donde el agua siga fluyendo en tiempos de lluvia.

A Francisco le duele que la buena pesca se haya ido por el represamiento que interrumpe el vaivén de peces entre el río y el mar. Robalos, guanchiches, chames, lisas, zapatas, guacucos, sardinas, catañas y lenguados se fueron o, más bien, nunca más volvieron desde que el agua se detiene en Simbocal. Las sencillas faenas de anzuelo y trasmallo que antes arrojaban peces por montones se convirtieron en necias y agotadoras jornadas de los pocos aferrados al río, como Francisco o su hermano Aquiles. Con este último navegamos horas después en La Segua, en un botecito a remo, y continuamos discutiendo las vicisitudes del Carrizal. Por la presencia de Simbocal y por las mareas en contra no pudimos salir al mar, así que encargamos nuestra balsa a Aquiles y regresamos a Calceta.

Servio regresó a su finca Sarita, a seguir inventando maneras para que su familia viva de la mano con la naturaleza. Yo, en cambio, a visitar a otro gran personaje calceteño: Dumas Mora Montesdeoca. Este hombrecito de cuerpo delgado, desgreñada melena y abundante sonrisa, con sus 78 años bien vividos, es un filósofo de vida y un amante de su tierra manaba.

Un 13 de agosto de 1929 nació Dumas Mora. Creció –aunque no mucho porque ahora apenas alcanza el metro sesenta– en los campos de Calceta, y allí aprendió sus primeras letras, sus primeros amores y sus primeras filosofías. Cuando le rondaban los trece años, recibió de su escuela una formal comunicación solicitándole cordialmente que fuera un “compadre campirano” para la fiesta del Día de la Raza, que en aquellos días se celebraba con harto fervor. La carta traía también el nombre de la niña a quien Dumas debía acompañar, y a cuyos padres un encachinado Dumas se acercó respetuoso a pedir el correspondiente permiso. Ese 12 de octubre a Dumas le brotaron los primeros versos y amorfinos; desde entonces no cesó de versar sobre la vida diaria, el amor, las mujeres, el río, la política, la comida y sobre el propio Dumas Mora y sus andanzas ligeras e incansables. Han pasado 64 años y a Dumas le quedan versos por montones.

Sin pelos en la lengua, con una respuesta brillante para toda pregunta, sin rencores ni corajes y “con ganas de vivir hasta que me muera”, Dumas es generoso en versos y amorfinos. Ha viajado representando a la cultura manabita por aquí y por allá, y con sus versos ha batallado en Cuba y se ha batido cuerpo a cuerpo con don José María, como llama al ex presidente Velasco Ibarra. Ha enamorado y se ha enamorado versando a las lindas mujeres desde los pelos hasta la punta de los pies: “no hay mujeres feas, solo hombres brutos que no las saben apreciar”, pero versando también a las otras bellezas de la gente: “la belleza sin virtud es como la flor sin perfume”.

Hace un par de años se editó un libro con los versos de Dumas Mora –en el cual, paradójicamente, él no consta como autor– y son varios ya los reconocimientos y homenajes que cuelgan en una pared de su casa. A Dumas esto lo halaga pero no lo marea. Para él, el odio, el celo, la ira, la envidia, son todos sentimientos de inferioridad. Quizá por eso las arrugas de su cara dibujan las sendas de las sonrisas.

Más allá de los versos, Dumas desborda historia del campo manabita. En su finca convive con su esposa Miche (con quien engendró nueve hijos e hijas, todos llamados Luises o Luisas) y con un sinfín de enseres montubios. Alforjas, balanzas, sacos de yute, pilches, posillos, bototos y susungueras (“cantimploras y cernidores en su idioma mestizo”, dice Dumas Mora), junto con su singular colección de sombreros de fibras vegetales, han sido todos confeccionados por sus propias manos. Esto y sus muchos libros son sus más preciadas pertenencias.

“Toda despedida es triste y toda llegada es alegre”, dice el pequeño poeta oriundo del recinto El Corozo, cerquita de Calceta, cuando le digo que tengo que irme. Suelta un último aguacero de versos sobre “la sin par”, el maní manaba, la Constituyente, el río Junín, la mala maña de los diputados, los amigos, la muerte:

Si Dumas Mora se muere
que lo velen en un altar,
en medio de lindas mujeres
y en Calceta la sin par.

Cien chicas vestidas de blanco,
todas de edad muy tierna,
que luzcan lindas piernas
y un clavelito blanco…

y tengan por algo cierto,
que si esto llega a pasar,
tendré los ojos abiertos
para poderlas contemplar.

Con un remolino de palabras rondándome la cabeza me despido y salgo apurando el paso: en el centro de Calceta me esperaba el bus de regreso.

Hablar sobre Dumas, sobre Calceta, puede llevar un día entero. El “Mayor Tufiño” podrá descansar tranquilo porque a Calceta, aunque en ocasiones le propinen goleadas, siempre habrá quien la levante, repitiendo el recorrido de los antiguos en el Carrizal, rescatando los cultivos de los abuelos y abuelas y versando la historia, convirtiéndola en un cuento mágico donde vivir es una alegría


*Juan Fernando Freile es biólogo y agroecólogo asociado a la Red de Guardianes de semillas, la Fundación Numashir y la comuna Tola Chica. jfreileo@yahoo.com



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