N°56 - noviembre diciembre 2008
 
 
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por Juan Alfonso Peña*

 

Un amigo me contó esta historia. Durante El Niño de 1998, todas las casas de su barrio en Chone se inundaron y su familia, relativamente acomodada, perdió todo bajo las aguas. Buscando auxilio, encontraron refugio en una casa de caña de una familia muy pobre que estaba construida sobre pilotes. Mientras se secaba, lo primero que pensó mi amigo fue que esta familia no había perdido nada, porque tampoco tenía mucho que perder. También pensó que, por ser tan pobres, quizá no habían tenido dinero para hacerse una casa sólida y de cemento, como la suya.

Sin embargo, aquella casa de caña le ofrecía una experiencia que no había sentido en la suya. La frescura de la brisa la hacía mucho más agradable, y el techo casi no sonaba a pesar del caudaloso aguacero, lo que permitía tener una conversación sin tener que gritar. En su casa, la menor lluvia hacía tronar el tejado de zinc. En suma, lo que lo asombró era la aptitud de una cultura a la que siempre había desdeñado, pero que ahora le mostraba las ventajas de siglos de de-sarrollarse en diálogo con la naturaleza en un proceso de pruebas y ajustes que derivaron en la forma actual de esta casa de guadúa.

Entre la casa de caña y la de cemento no solo había un metro de agua sino una visión intermedia que faltaba y que podría ser el resultado de los dos modelos. Hoy más que nunca necesitamos buscar un camino intermedio que aproveche de la tradición y de la tecnología para crear una síntesis simbiótica entre naturaleza y cultura.

El diseño urbano y arquitectónico del siglo XX fue informado por una visión de dominación de la naturaleza. Sus metáforas fueron la máquina y el automóvil. En lugar de una ética de la vida, el paradigma del progreso impuso una ética con sus propios valores: eficacia, utilidad, practicidad, rapidez, rentabilidad, automatismo, todo desde una óptica principalmente económica. En el mejor de los casos, la naturaleza ha sido vista simplemente como un telón de fondo para destacar a la obra arquitectónica.

Así, hemos construimos nuestras ciudades para los automóviles y no para la gente, y el diseño de nuestras viviendas no toma en cuenta su relación con los procesos naturales que las hacen posibles. El resultado es que vivimos aislados en un entorno deshumanizante. Más aún, la disociación de la pieza arquitectónica o urbana de los procesos naturales en que está inmersa nos permite extravagancias estéticas, pero compromete la regeneración de esos procesos. Es decir, nuestro modo de vida se torna insostenible y malsano. El cambio climático, la perdida de la biodiversidad, el agotamiento y contaminación del agua, las guerras y el colonialismo energéticos, la congestión vehicular y la marginación del peatón son solo algunas de las consecuencias, conocidas en conjunto como la crisis ambiental.

Se puede decir que esta crisis es una crisis de diseño. Esto quiere decir que muchos de los problemas ambientales podrían evitarse poniendo más atención a las cosas que hacemos y a cómo las hacemos las cosas, a las consecuencias de cómo construimos los edificios y utilizamos los espacios. Las formas actuales de la arquitectura –se puede decir lo mismo de la ingeniería, agricultura o industria– se derivan de diseños incompatibles con los de la naturaleza, porque simplemente no se los han tomado en cuenta. Hasta hace poco, no poseíamos un vocabulario para expresar estas preocupaciones, como cuánta energía se requiere para fabricar un material, o cómo responde un edificio al clima.

El diseño del siglo XXI, en cambio, tiene que ser un pacto entre la humanidad y los otros seres vivientes, reconociendo así la integridad de la vida. Los diseños que reflejan este acuerdo son parte integrante de la naturaleza, no meras imitaciones o abstracciones. La naturaleza no es un modelo de formas, sino una matriz dentro de la que el diseño encuentra identidad y coherencia. Es lo que pretende una escuela que gana importancia –la bioarquitectura– ojalá hasta convertirse en el nuevo paradigma.
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¿Qué es la bioarquitectura?

Diferentes culturas han producido diseños integrados a la naturaleza. Muchas veces este resultado no provenía de un esfuerzo consciente, sino de la incapacidad de trascender los límites naturales. La revolución industrial y la utilización del petróleo (un subsidio energético del pasado) cambiaron esta situación, promoviendo diseños “modernos”, energéticamente intensivos y ostentosos.

Los problemas causados por esta situación han llevado a una revaloración de métodos tradicionales y a la búsqueda de nuevos diseños ambientalmente coherentes. Hoy muchos diseñadores reconocen en la naturaleza al arquitecto más económico y eficiente, y se inspiran en ella para mejorar sus obras. El diseño se convierte en una herramienta que conecta naturaleza y cultura mediante el flujo de materiales y energía. Planificadores urbanos, arquitectos, paisajistas, agricultores, ingenieros y decoradores, todos son diseñadores porque dan forma a nuestra experiencia diaria. Y esto es crucial, pues la mayor parte del impacto ecológico de cualquier empresa está determinado en el momento de su diseño.

Hay varios principios detrás de la bioarquitectura: 1. las mejores soluciones nacen del lugar, del profundo conocimiento del sitio y la cultura; 2. solo considerando atentamente los flujos de materiales, energía, agua, dinero, podemos entender las implicaciones ecológicas del diseño; 3. el buen diseño aprende y aprovecha de la naturaleza para que trabaje en su beneficio; 4. las mejores experiencias de diseño ocurren cuando no hay un autor y las soluciones crecen orgánicamente de la participación del grupo; 5. el diseño apropiado incorpora y hace visible los ciclos naturales, informándonos de nuestro lugar en la biosfera.

Para lograr sus objetivos, la bioarquitectura ha desarrollado una serie de conceptos y herramientas, como el de “tecnologías apropiadas”, “energía incorporada” o el “análisis del ciclo de vida” de los materiales. ¿En qué consisten?
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De la cuna a la sepultura

Cuando observamos una silla, podemos ver la madera, pero no vemos el árbol, el bosque, las nubes, el carpintero y nuestra propia mente. Cuando meditamos sobre esto, aparecen las relaciones entretejidas en la silla. La madera revela la presencia del árbol; las hojas revelan la presencia del sol.

En esta cita del maestro budista Tich Nhat Hanh encontramos la esencia del análisis del ciclo de vida; no es más que la sistematización de la costumbre a preguntarnos, ¿cuál es el impacto de construir con diferentes materiales? ¿Qué fue sacrificado para obtenerlos?

Cada objeto tiene su propia historia. Para tomar el ejemplo de la silla, probablemente se utilizó madera de bosques lejanos y árboles en peligro, transportada en camiones o barcos, aserrada y ensamblada, se utilizó barnices y resinas, a su vez preparados con costos ecológicos, y talvez se importó la silla desde el otro lado del mundo. El análisis de los procesos y materias primas para obtener un producto, de sus usos, hasta que finalmente son desechados –desde la cuna hasta la sepultura– nos informa mejor de sus reales costos. El cálculo de la “huella ecológica” (ver ETI no. 51) complementa este análisis para comprender la relación entre las demandas de una sociedad y los límites de la biosfera.

El examen de la energía incorporada en el ciclo de vida del acero, por ejemplo, evidencia que para producir una tonelada de este material se necesitan 15 mil kilovatios de electricidad, que al provenir de combustibles fósiles, emiten 4,7 toneladas de dióxido de carbono. De la misma forma, una tonelada de cemento tiene 3 200 kilovatios de energía incorporada que, como en Ecuador la mitad de la energía proviene de combustibles fósiles, contribuye con una tonelada de dióxido de carbono al calentamiento global. Es decir, la producción de cemento produce su propio peso en contaminación con dióxido de carbono (ver cuadro).

Como vemos, los procesos industriales suelen ser extravagantes en el uso de energía y pródigos en desperdicios contaminantes, en contraste con el austero y elegante metabolismo de la naturaleza. Por ejemplo, la producción de una tonelada de madera para construcción emite 450 kilogramos de dióxido de carbono. Otra ventaja de la madera es que es un depósito natural de carbono, que al acumularse en construcciones evita que éste se libere a la atmósfera. Lo preocupante en el caso de la madera es que casi la totalidad de la que hay en el mercado proviene de bosques naturales y no de bosques cultivados, y los pocos cultivos son a expensas de bosques naturales y su biodiversidad.

Por otro lado, uno de los materiales de construcción más eficientes y ecológicos del mundo abunda en el Ecuador, y no es un árbol, sino una hierba: el bambú, del que se ocupa el siguiente artículo. Y no podemos dejar de mencionar a la tierra como el material que quizá simbolice la bondad. Ecuador tiene una rica tradición de uso del adobe, tapial y bahareque que se adaptaron con mucha creatividad al medio y dieron forma a nuestra identidad.
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Tecnología y bioarquitectura

Los ejemplos de arquitectura sostenible que nos proporcionan las tradiciones vernáculas son asombrosos, pero no se agotan allí. Al contrario, la crisis ambiental está impulsando el desarrollo de materiales y estructuras en las más innovadoras ramas de la ciencia. La ingeniería genética, por ejemplo, está introduciendo genes en bacterias y cultivos para sintetizar adhesivos biodegradables que sustituyan resinas tóxicas utilizadas actualmente. De la misma forma, se están haciendo ensayos con genes de moluscos para producir pieles calcáreas como sus conchas, para revestir buques o edificios. Otro campo promisorio es el de la nanotecnología, que es una forma de arquitectura a escala molecular que puede servir para diseñar estructuras sumamente eficientes en su relación peso/resistencia.

Asimismo, muchos de los proyectos más interesantes de la arquitectura contemporánea emulan a la naturaleza. Tal es el caso de los biodiseños del laboratorio Biothing de la Universidad de Columbia. Mediante un sistema de algoritmos basados en códigos genéticos se obtienen diseños para todo, desde textiles hasta ciudades. Para esto se utilizan programas computarizados llamados genware que crean patrones a partir de un código, como lo hace el ADN en la naturaleza, pero el resultado es impredecible; algo así como un programa generador de mutaciones.

Quizás uno de los ejemplos más famosos de arquitectura biomórfica está en el Eden Project, en Inglaterra. The Core es un centro educativo cuyo diseño sigue la secuencia matemática de Fibonacci, como lo hacen los caracoles, flores y semillas cuando crecen. En él, los paneles solares están dispuestos imitando la forma y función de un árbol, beneficiándose de milenios de evolución para captar energía solar, lluvia y dar sombra eficientemente.

En el Ecuador hay algunas iniciativas que merecen mencionarse. Uno de ellos es Alándaluz, en Manabí. Su arquitectura de bambú articula proyectos alternativos de agroecología, reciclaje y artesanías (ver ETI no. 51). Otro es las Termas de Papallacta, construido con piedra volcánica local y que ofrece a los turistas una experiencia armónica con el entorno. Finalmente, podríamos mencionar Kapawi, el complejo turístico de la comunidad achuar, edificado de acuerdo a su tradición, sin utilizar un solo clavo.

La humanidad está en crisis. Nuestra propia existencia se ve amenazada por una forma de vida incompatible con el resto de la vida del planeta. Los diseñadores de hoy tienen la responsabilidad de aceptar un desafío histórico: diseñar un mundo donde, reconociendo el derecho a existir de la naturaleza y todas las manifestaciones de la vida, exista un gran ciclo armónico entre la humanidad y la naturaleza para asegurar la supervivencia de ambas


*Juan Alfonso Peña trabaja en proyectos de tecnologías y diseños ecológicos que buscan fortalecer la autonomía y economía locales. donjuanalfonso@gmail.com



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CONTENIDO REVISTA 56


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