N° 56 - noviembre diciembre 2008
 
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por Juan F. Freile*

En 1534, una veintena de conquistadores españoles, con sus bolsillos llenos de las riquezas arranchadas a tierras y gentes recién colonizadas, fundó Santiago de Quito. La naciente ciudad, futura capital de la futura república del Ecuador, se asentaba sobre las fértiles tierras de Cajabamba. Crecería después hacia la planicie de Tapi, hacia el cenagoso lago de Colta y hacia las faldas mismas del majestuoso Chimborazo.

Pero en febrero de 1797 la naturaleza hizo temblar la tierra como presintiendo lo que se venía. En aquel terremoto, toda Santiago de Quito fue borrada de un plumazo y su gente decidió trasladar la ciudad lejos de este epicentro del pánico. Un par de años después, con los que se quedaron, nació la ciudad de Riobamba en los llanos de Tapi. Sería la capital de la provincia del Chimborazo. Mientras, para suerte de aquellos parajes pero desdicha de otros, la ciudad capital de Quito se trasladó muchos kilómetros al norte, a las comarcas del pueblo Kitu.

En la fría Chimborazo la vida transcurría tranquila. Desde los cosechadores de glaciares del Chimborazo hasta agricultoras de papa, quinua y yana maíz, pastoras de borregos y tejedores de alfombras; todos iban hilvanando, poco a poco, la ahora célebre amabilidad chimboracense.

Muchos años después nació en las planicies de Abras, a medio camino entre Riobamba y Guano, la hacienda San Pedro de Abras: miles de hectáreas abundantes en tierras fértiles, agua sana y familias de indios. Su producción agropecuaria fue próspera por décadas, merced a huasipungos, concertajes, indias servicias, peones chugchidores y otras prácticas hacenderas.

Sin embargo, a San Pedro de Abras le transcurrió el tiempo y terminó por fraccionarle. Vastas extensiones regresaron a manos de campesinos, pero otras vastedades fueron vendidas una y otra vez. Nada quedó de la boyante hacienda. Buena parte de ella está ahora urbanizada y el paraje pronto se llenará de casas. A una parcela céntrica, donde antes se erigió la casa de hacienda, llegamos un jueves de septiembre, bordeando las diez de la noche.

En 1993, esta porción de la ex hacienda se convirtió en Abraspungo, una hostería cuyo nombre, tomado del kichwa, significa puerta hacia la quebrada o, en su contexto, la puerta de Abras. Una serrana y sobria mezcla de objetos antiguos de hacienda, arte indígena, fotos de nevados y piezas arqueológicas decoran la casa central donde se encuentra la recepción, restaurante y varios ambientes sociales. Hacia sus costados se extienden las habitaciones: 42 en total, todas ellas con un nombre.

A nosotros nos correspondieron la Quilotoa y la Antisana. La Cotacachi, la Chiles, la Saraurco, la Cotopaxi y otras treinta más, todas montañas, llenan el espacio de Abraspungo y cobijan los sueños de sus visitantes. Si uno sale a los jardines en un día despejado, le reciben el taita Chimborazo, la mama Tungurahua, el vecino Igualata, el atormentado Altar y el encubridor Carihuairazo, ahora sí los de granito y hielo.

A Chimborazo, la provincia, llegan turistas por miles. El tren y sus inconcebibles zigzag en la mundialmente famosa Nariz del Diablo se encargan de llenar de tope a tope hoteles, hostales, hosterías, posadas y residenciales riobambeñas la noche previa al zarpe. No obstante, a la noche siguiente apenas quedan rezagos de esta multitud. Pocos turistas permanecen para seguir disfrutando de todo lo que ofrece    la provincia. Isabel Hurtado, gerente de Abraspungo, cuenta que incluso hubo dos turistas europeos que llegaron en taxi desde el aeropuerto de Quito, tomaron al siguiente día el tren hasta Bucay, y ¡allá se embarcaron en otro taxi hasta el aeropuerto de Guayaquil para regresar a su tierra! Así de fuerte es el imán de esta extraordinaria vía férrea.

Lo ideal sería, sin embargo, que ese gentío rondara por muchos parajes de los alrededores. Hacia allá apuntan los anhelos de Isabel. Ha conversado con varios otros hospedajes del país; su meta: establecer circuitos que tomen nuevas sendas y muestren más del Ecuador. No solo que esto favorece a la economía local, sino que promueve un turismo más pausado y menos energéticamente intensivo. Aquí se pueden nombrar solo algunos de los muchos destinos atractivos pero muy poco visitados: Chambo, las termales de Guayllabamba; Guano y su arte manual; Colta, Sicalpa, Cajabamba; los mercados de Guamote, Alausí, Chunchi; las ferias de Riobamba; los Cubillines, los páramos del Altar al Sangay, la histórica Cacha, las lagunas de Atillo y Ozogoche, las subtropicales Cumandá y Pallatanga. Resumiendo, uno puede pasar un mes entero recorriendo Chimborazo sin dejar de sorprenderse.

Tristemente, nos vimos obligados a apretar ese mes en apenas dos días. Empezamos por Guano. Ni bien llegados entramos al taller Chimborazo, donde nos recibieron María, Elsie e Inés. Sentadas en línea, con sus manos en un incesante vaivén de nudos, estas tres madres de familia tejen una enorme alfombra. “Ahora los colores vienen hechos”, dice Elsie. “Antes, papacito subía a la loma de Luishi a traer las tinturas de sauco, tocte, guarango y otras hierbitas que conocía”. Siguen el patrón diseñado sobre un largo papel por el propietario del taller. Esta tradición, que en su caso les vino por herencia, está camino a desaparecer como muchas otras tradiciones artesanales del país. La plastificación de la industria, la migración y el de-sinterés de los jóvenes amenazan con llevarse al viento la fabricación manual de las alfombras, y con ella toda su historia.

Luego de unas deliciosas cholas guaneñas (pancitos redondos con centro de panela, que doña Mariana Guamán felizmente creó décadas atrás), cruzamos para Chambo, donde el viento oriental trajo un aguacero por encima de los Cubillines y el Altar. Escampamos bajo un zinc con Carmita Jácome y Piedad Hernández, quienes acicalaban la tumba de su abuela para el venidero día de finados. De allí, el aguacero nos devolvió hacia Abraspungo, sin haber podido sanar los cuerpos en las termas de Guayllabamba.

Andar por la silenciosa Sicalpa, recorrer los inmensos páramos del Altar o serpentear por las coloridas ferias de Riobamba rebosa los sentidos. Una mañana en el mercado de San Alfonso, por ejemplo, donde se venden no menos de cien productos diferentes, todos de la tierra, es un deleite para ojos, narices y, claro, paladares. Probar, regatear, hasta trocar, todavía es posible en las ferias chimboracenses. Como también es posible dejarse llevar por los caminos de Chimborazo hacia muchos de sus rincones. Simplemente dejarse llevar.

Y claro, volver al descanso y la tranquilidad luego de mucho camino. Regresar al acogedor Abraspungo, la buena comida y el gusto de saber que allí se procuran prácticas turísticas amigables con la naturaleza: mínimo uso de desechables, reciclaje de basura y aguas de de-secho y próximamente huertos orgánicos de autoconsumo. Y volver, desde luego, al abrigo de una habitación-montaña; a la que sea, porque la áspera Rumiñahui, como la diminuta Ilaló o la efervescente Reventador acogerán con afecto de abuelitas a los paseantes que sobre sus regazos reposen


*Juan Freile es biólogo y agroecólogo asociado a la Red de Guardianes de semillas, la Fundación Numashir y la comuna Tola Chica. jfreileo@yahoo.com

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