N° 54 julio -agosto 2008
 
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Recordando Sachatamia

 

por Juan Freile *

El día amaneció luminoso y cargado de recuerdos de los años de colegio. Desde la puerta de la cabaña nueve, habiendo dado apenas cinco pasos desde la cama, el generoso árbol de guaba, florecido hasta más no poder, me regaló impresionantes vistas de al menos seis tangaras distintas, otros tres quindes y un par de pájaros atrapamoscas…


Dos horas después, con los ojos llenos de aves, desayunaba recordando el tiempo que pasé aquí hace seis años, en 2002, cuando monitoreábamos el nido de un pájaro paraguas, también llamado pájaro toro, el primero que se estudiaba de esta especie en serio riesgo de extinción.


Luego del desayuno vino un duchazo y, a las diez en punto, la caminata al bosque acompañando a Ricardo, el guía, y a un grupo de cinco quiteñas y dos quiteños que habían decidido darse un fin de semana en el bosque nublado. La primera parada fue frente a un sangre de drago, con la correspondiente explicación de sus propiedades curativas y la serie de fotos para el recuerdo, que se repitieron durante dos horas de recorrido, asegurando la memoria colectiva de este grupo de panas en formato digital. Casi todo era nuevo para mis compañeros de caminata, y mucho les complacían los sentidos, especialmente el de la vista, los detalles del bosque nublado: los helechos en sus espirales de crecimiento, las flores de intensos colores y los pocos invertebrados que salieron a nuestro encuentro. Al final del sendero nos recibió una tarabita personal, llamada “canopy” en el argot ecoturístico, que electrizó la piel de Rubén, el último en arrojarse, ya sin remedio, luego de que Rosario, Sofía, Maritza, Verónica, Alexandra y Mario no titubearan ante los doscientos metros de cable aéreo atravesando una quebradita boscosa.


Cientos de personas, tal vez miles, visitan Sachatamia cada año. Un cuarto de ellas son turistas de la ciudad, paseantes de fin de semana. Los demás son extranjeros, en su mayoría observadores de aves que se deleitan con los treinta tipos de colibríes que rondan los bebederos artificiales de la hostería, con las doscientas y pico especies de aves de la reserva y con la cercanía de otros observatorios privilegiados: Mindo, Milpe, Pachijal, Pedro Vicente Maldonado, Bellavista… Sin embargo, aparte del gusto de rodearse de naturaleza, de comer bien, de dormir como angelitos y de chapotear en una piscina temperada, quienes visitan Sachatamia presencian, quizá sin saberlo, la magia de un bosque que está volviendo a nacer.


Es domingo tarde, amenaza con llover. Es la cuarta vez que vuelvo a Sachatamia desde aquella en 2002. Susana Baquero me lleva al encuentro de sus recuerdos a través de la reserva. Hace dieciséis años, Susana y su marido, Ramiro Salazar, andaban buscando tierras que complementen sus vidas de ciudad. Buscaban un sitio donde no falte agua para que las plantitas que Susana gustaba cultivar no sufran sequías ni dependan del riego artificial. Sachatamia –lluvia de selva, o selva lluviosa, en kichwa– era un buen lugar.


Pero aquel Sachatamia lucía desolado. Un aliso grande y casi nada más quedaba en pie, en medio de decenas de hectáreas transformadas en pastos para ganado. Entonces, Susana, Ramiro y Ovidio –obrero de Sachatamia en aquellos días– vendieron casi todas las vaquitas y sembraron los primeros alisos, colcas, cedros y otros árboles que consiguieron en viveros de Los Bancos y Nanegalito. Entre lo que quedaba había un mayo alto de flores moradas, viejísimo –cuenta Susana–, que de tan viejo murió. Su senescencia causó desazón, por lo que se propusieron sembrar muchos mayos más. Pero cuando Ovidio y otros obreros limpiaban para la siembra una ladera vecina, encontraron que brotaban tímidamente entre el pasto 350 plantitas, hijas todas del mayo viejo.


Aprendiendo de sus errores, poco a poco fueron llenándolo todo con arbolitos; tantos, que lograron derrotar al implacable pasto miel, especie traída de África que se distingue por su fortaleza para crecer y no aplacarse ante las inclemencias del tiempo. No es fácil la suma –dice Susana, cuando le pregunto cuántos árboles habrán sembrado–. Serán unos 50 mil– responde, recordando que al menos han sembrado diez árboles diarios en todos estos años. Muchos vinieron de viveros pero muchos más se transplantaron del bosque. Alisos, colcas, cedros, dragos, guabas, mayos, tangarás, palmas, helechos arbóreos y otras treinta o más especies convirtieron al monótono verde pasto de hace dieciséis años en el verde de múltiples tonos del bosque secundario.


Cuando en 2001 el ex presidente Noboa decidió que el Oleoducto de Crudos Pesados (OCP) iba porque iba, el golpe en la mesa sacudió a todo el noroccidente de Pichincha. A la reserva Sachatamia le partió en dos y a sus gestores les arrancó lágrimas. Ahora, al andar por el bosque, el sendero irremediablemente debe cruzar esta cicatriz que lleva por dentro una gruesa vena a medio llenar con petróleo. Fueron tiempos de angustia que, a la manera del OCP, se “superaron”.


En aquellos años, el turismo de naturaleza ya era un importante eje de sustento de la región. En Sachatamia esta actividad se realiza desde hace ocho años. En su afán por menguar su impacto sobre el renaciente bosque de Sachatamia, algunas nuevas prácticas se han ido adoptando. Se ilumina con focos ahorradores y linternas que funcionan con un dínamo a manivela, hay sistemas de tratamiento de aguas residuales con filtros y plantas acuáticas y se utilizan detergentes biodegradables y aboneras orgánicas. Estos cuidados terminaron por acreditarles una certificación internacional al turismo sostenible, llamada Smart Voyager. Este sistema privado de validación procura reconocer las prácticas turísticas ambientalmente amigables, que no son siempre la norma. Angélica Quezada, asistente de administración de Sachatamia, reconoce las dificultades para balancear lo eco y el turismo, y admite que en Sachatamia aún se puede mejorar.


Más allá de certificaciones, Sachatamia ha logrado satisfacciones y metas personales para quienes participan en el proyecto. Contemplar esas setenta y más hectáreas con sus miles de árboles y arbustos en pie, sosteniendo una foto de estas mismas lomas peladas dieciséis años atrás, es ya motivo de celebración. Mi máxima felicidad en la vida –subraya Susana– es sembrar. Pienso en la siembra de ella y su familia aquí; es abundante.


Va cayendo la noche de domingo, con llovizna y niebla. El grupo de quiteños y quiteñas se fue temprano; también se fueron ya la decena de “pajareros” estadounidenses a los cuales acompañé la madrugada previa en sus avistamientos. Imagino a todos con sus sonrisas de gusto y su montón de recuerdos. El solo hecho de caminar por el bosque evitando los resbalones y tropezones es liberador –dice Mario, del grupo de quiteños–, te obliga a pensar en el camino y no en las preocupaciones.


Tomo el bus de la cooperativa San Pedro del Valle que sube de Mindo llenito de gente. Me arrimo al respaldo de un asiento a masticar otra vez Sachatamia, la que vi este fin de semana y la que recorrí antes. Viene a mí la imagen del rubio pichón de pájaro paraguas que estudiamos en su nido años atrás; su insistencia por comida y el afán de su mamá por llenarle de nutritivos insectos, ranitas, lagartijas y hasta culebras. Y en eso, me distraigo conversando con una pareja de colombianos a quienes los azares políticos de su país los arrojaron a vivir en los montes de Nanegalito, no muy lejos de aquí

 

*Juan Freile es biólogo y agroecólogo asociado a la Red de Guardianes de Semillas, la Fundación Numashir y la comuna Tola Chica. jfreileo@yahoo.com

 

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