N° 52 Marzo - abril 2008
 
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Foto Murray Cooper
Las escamas de muchos reptiles (así como las de los peces) son sensibles a vibraciones que les ayudan a orientarse.

Mirada animal

Texto Diego Lombeida

Es un comentario frecuente que la televisión es la enemiga de la imaginación. Hay evidencia de que ver televisión más de un cierto número de horas al día, provoca una pérdida de atención en los niños. Por otro lado, algunos documentales son la única ventana que tienen muchos niños, jóvenes y adultos hacia las maravillas del mundo natural. Son las tomas espectaculares de criaturas extrañas y paisajes exóticos las que nos despiertan curiosidad. Además, hay ciertas cosas que serían imposibles de ver sin efectos especiales. La percepción animal es una de ellas. Los “sentidos” que emplean muchos organismos nos resultan tan extraños, que si no fuera por los efectos especiales, realmente no podríamos siquiera imaginarlos. Pero en este espacio sin efectos especiales, es propicio recurrir a una historia:

Había una vez un naturalista llamado Alfred Russel Wallace. Entre sus muchas contribuciones podemos citar que, junto con Charles Darwin, formuló la teoría de la evolución por selección natural, y se lo considera como el padre de la disciplina biológica llamada Zoogeografía. Durante un viaje de investigación al sudeste asiático, tuvo ocasión de probar la fruta conocida como “durián” (Durio spp.). Tal fue el gusto que le proporcionó este extraordinario manjar, que luego escribiría que solo la oportunidad de probarlo justificó su viaje a esa región.

Para quienes no estén familiarizados con alguna de las varias especies comestibles de durián, cabe mencionar que los nativos las llaman “el rey de las frutas”, pues su sabor es exquisito. Lo curioso es que cuando está madura produce un hedor terrible, comparado con una mezcla de queso podrido y alcantarilla abierta…

¿Por qué esta extraña mezcla de buen sabor con mal olor? El durián ilustra uno de los problemas del observador del mundo natural; este fruto, aunque apreciado por los nativos (se dice que los dyaks de Borneo acampaban durante días bajo los árboles de durián esperando a que maduraran), no está –como el propio Wallace señaló– “organizado con exclusiva referencia al uso y conveniencia de los humanos”. Entonces, si queremos desentrañar el misterio del rey de las frutas, tendremos que deducir cómo deben “sentir” sus verdaderos comensales, que son los grandes mamíferos de la región: rinocerontes, elefantes y jabalíes.

Una buena manera de estudiar las costumbres de los animales es observando qué comen. En este sentido, los frutos de las selvas y bosques son como mensajes que nos ofrecen las pistas necesarias. En general, los mamíferos tienen una pobre visión del color, pero un excelente olfato, por lo que los frutos que los atraen no son coloridos cuando maduran, sino que producen un olor pungente; los plátanos son un buen ejemplo. Así, el durián sabe muy bien, pero lo que realmente atrae a sus comensales es su tenaz olor.

Por otro lado, un fruto que evolucionó para atraer aves, generalmente es rojo brillante cuando madura, y no siempre tiene olor, pues las aves, con pocas excepciones, tienen mal olfato. Su localización en la planta también es importante, pues normalmente están al final de pequeñas ramas, donde solo las aves o animales muy acrobáticos pueden alcanzarlos.

Los humanos somos un caso particular entre los mamíferos porque podemos ver colores; esto se debe a que descendemos de primates diurnos y omnívoros. No obstante, nuestra visión es pobre si se la compara con la que poseen las aves. Muchas aves pueden, por ejemplo, ver colores del espectro ultravioleta. Estudios recientes demuestran que los plumajes de muchas aves tienen patrones que nosotros no podemos percibir, pero que ellas usan para distinguirse entre especies o para atraer a sus parejas. Por otro lado, muchos rapaces utilizan esta capacidad para detectar a sus presas. La orina de los mamíferos “brilla” en el ultravioleta. Desde el aire, las rapaces ven estas señales y eso las guía durante sus cacerías. Pero no es solo su percepción del color lo que resulta extraordinario. Los ojos de las aves rapaces poseen dos zonas de máxima sensibilidad llamadas fóveas, donde se pueden percibir más detalles. Nosotros, en cambio, poseemos solo una. Las rapaces, al poseer dos, tienen dos puntos de enfoque cuando deforman su cristalino para poder ver con máxima claridad tanto a distancias cortas como largas. En otras palabras, sus ojos poseen función de “zoom”.

La capacidad de “ver” es uno de los sentidos más usados y, de hecho, evolucionó muy temprano en el reino animal; hace alrededor de 500 millones de años, durante el período Cámbrico. Por aquel entonces, los primeros animales pluricelulares iniciaron el ahora omnipresente juego del cazador y la presa. En este escenario, los ojos eran tanto un arma valiosa como una inestimable defensa. No obstante, la mayoría de aquellos organismos poseían “ojos compuestos”, como los que ahora encontramos en los insectos.

 

 

 


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