N° 47 Mayo - junio 2007
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Foto Natalie Ayala
El pozo sur 04, propiedad de Petroproducción, fue abierto hace tres años, detrás de la laguna de Rumipamba, provincia de Orellana. Ahora la laguna está muy contaminada con químicos de la industria petrolera, pero ante la carencia de sitios limpios, mujeres, niños y niñas lavan la ropa en este lugar todos los días.

La maldición del petróleo

Texto Manuel Pallares

Recuerdo cuando era niño, por el año 1976, una conversación en casa de mis abuelos. Allí todos se alegraban del desarrollo que nos iba a traer el petróleo, de las divisas; al fin el país podría hacer lo que tanto necesitaba. En contraste, uno de los invitados, el escritor guatemalteco Mario Monteforte, se lamentaba. “Ya van a ver: este país se va a ir para el carajo. Se van a convertir en unos vagos sin iniciativa, acostumbrados a los petrodólares como los venezolanos. El petróleo es una maldición”. Todos se rieron y alguien dijo que no íbamos a ser tan tontos como nuestros hermanos venezolanos. Pero Monteforte no cambió de opinión.

En realidad, quienes estaban en casa de mis abuelos hablaban de cosas que no conocían, pues la verdadera historia del petróleo se desarrollaba al  otro lado de los Andes. Allí comenzaba una historia mítica: la conquista del Oriente. ¡Qué gran logro sería esa conquista para la humanidad! Y para cumplir semejante labor se eligió a la máxima expresión del mundo moderno, una transnacional estadounidense con nombre y apellido: Texaco Inc.

La Amazonía ecuatoriana de la década de 1960 era todavía uno de los rincones más intactos del planeta. Miles de kilómetros de prístinas selvas donde habitaban más de un millar de indios “indomados” y “bravos”. Al sur del río Napo, los huaorani (llamados peyorativamente “aucas”) eran los más numerosos, renombrados, sanguinarios y enigmáticos guerreros. Al norte de ese gran río, por el contrario, estaban los tímidos, elusivos y casi extintos tetetes (poco después este pueblo se desvanecería para siempre; su extinción es una de las grandes interrogantes sobre la actuación de las compañías de esa época). Por otro lado estaban los indios “mansos”, contactados hacía mucho tiempo y relacionados con los blancos y mestizos por esporádicos contactos y relaciones comerciales. De estos indios contactados poco se conocía, apenas por las fotos de Rolf Blomberg y por las noticias del Instituto Lingüístico de Verano. A diferencia de los “aucas”, los tranquilos sionas, secoyas, cofanes y alamas llenaban el imaginario de los ecuatorianos por sus poderes espirituales, por ser los brujos del Oriente, y por sus vistosos vestidos y exóticos tocados.

Sobre este fantástico mundo natural y sobrenatural, que prácticamente no había sido violado desde la expedición de los tristemente célebres Pizarro y Orellana, se habían posado los ojos de la codicia, de la geopolítica del sucio negociado. Primero las selvas fueron invadidas por inofensivos geólogos, cuya vista y tacto finamente entrenados podían ver hacia el pasado, millones de años atrás. Con sus agudos sentidos, y valiéndose de modernos instrumentos, buscaban un tesoro escondido hacía tanto tiempo que ni siquiera era conocido por la selva que cubría la tierra. Aviones surcaban los cielos tomando fotografías, que se interpretaban para determinar la posición de los ríos, montañas y planicies. Así se construían mapas para develar dónde podía estar el antiguo y codiciado tesoro. Toda la información era transmitida de manera inmediata a Nueva York, a la sede de la compañía, donde otros ingenieros hacían cuentas. Allí tenía que estar... sí... ¡allí tenía que estar! Esas trampas geológicas tenían que haber atrapado el zumo de un pasado muy antiguo. Los ingenieros trazaban líneas sobre los mapas y los mapas viajaban nuevamente a Quito, donde los más sagaces y aristócratas abogados se reunían con nuestros ambiciosos políticos, negociaban coimas, favores y finalmente las firmas. La concesión estaba dada, la suerte echada, y sobre el mítico Oriente arreciaría una nueva avalancha. Los cañones, espadas y mastines devoradores de hombres de los conquistadores españoles se convirtieron en teodolitos, bulldozers y cuadrillas de trabajadores. Los indios mansos fueron contratados nuevamente para guiar a los geólogos, que ya no se contentaron con sentir en sus manos los suelos y examinar su textura a través de los cristales de las lupas. Ahora venían a herir la tierra, a trazar cientos de kilómetros de trochas. La CGC (Compañía General de Combustibles) tendía toneladas de cables, perforaba hoyos donde colocaba miles de cargas explosivas que detonaban con total sincronía... bum, bum... y toda la selva tembló por primera vez con más fuerza que la del rugido del tigre. Los sensores estaban prestos para percibir la menor resonancia, para grabar los ecos que estas explosiones producían a miles de metros por debajo de la superficie. Y nuevamente todo viajaba hacia Nueva York, donde computadoras del tamaño de edificios analizaban los datos. Tenía que estar allí... sí, dinero, mucho dinero, las manchas eran grandes, gordas, muchas.

 

 

 




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