N° 44 -noviembre diciembre 2006
 
 
 
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Cuyabeno 8

por Andrés Vallejo

 


Esta nota entrará a imprenta cuando ya las imágenes del crudo derramado en el pozo Cuyabeno 8 hayan sido desplazadas de los diarios por algún nuevo caso de corrupción. Ecuador Terra Incognita insiste en el tema porque, aparte de compartir la indignación pública ante tanta brutalidad, este ultraje nos duele en el alma. Quienes iniciamos esta revista hemos vivido en las lagunas un tiempo que nos marcó de por vida. Esos espejos de té de selva que a diario duplicaban un mundo fantástico fueron, queremos creer, los instigadores del impulso de reflejar nuestro país en estas páginas. De alguna manera somos laguna.

Más triste, en las lagunas ennegrecidas de las imágenes de agosto, con animales boqueando agonizantes entre aceitosos miasmas, también estamos. Las fotografías nos reflejan a todos, a la nación petrolera en su conjunto, con sus corruptelas y su indolencia, con sus mentiras y sus codicias, con sus inmolaciones. También somos derrame. Entre tanta podredumbre se hace difícil establecer el papel de cada actor en este drama. ¿A quién responsabilizar?

De la revisión de los informes presentados por Petroecuador queda claro que la estatal petrolera no solo maneja “la riqueza hidrocarburífera de la Patria”, sino que es pródiga en negligencia y atesora inusuales reservas de ineptitud: un derrame cada dos días en lo que va del año, instalaciones descuidadas y corroídas dentro de una reserva natural, información escatimada a los potenciales afectados por el crudo, planes de contingencia inadecuados e incumplidos... Un caso ejemplar con el que se apelará, por contraste, a las bondades de la privatización. Pero la calentura no está en las sábanas. Lo cierto es que las operaciones de las compañías privadas en los parques nacionales, además de ilegales, ni siquiera están sujetas a la mirada pública que existe sobre el Cuyabeno. En sus concesiones, en sus pequeños estados, las empresas gobiernan el flujo de gente e información, son socias del Ejército y manejan paraejércitos, y en lo ambiental, se autoauditan, por lo que la comparación no cabe.



Por otro lado, no es solo la inutilidad la que percola; detrás del derrame está la viveza también. Una primera mirada insinúa una viveza –reportar como atentados derrames producidos por descuido– para encubrir la inutilidad. Así lo sugiere el cambio en la proporción de las causas de los derrames reportadas por Petroecuador. Mientras que en 2003 y 2004, respectivamente un 25% y 22% de los derrames fueron reportados como sabotajes, en 2005 esta cifra subió a un 41%, y en lo que va del año ya alcanza el 39%. Por contraste, el porcentaje de los derrames por corrosión ha disminuido. Lo sospechoso es que, a pesar de ser las mismas instalaciones, unos años más viejas, en los pozos que aumentan los derrames por atentados disminuyen aquellos por corrosión (ver gráfico). De ser éste el caso, serían mentiras en aras de la imagen corporativa; casi publicidad.



Sin embargo, cuando entran en el análisis los beneficiarios de los derrames –que los hay– el asunto es menos “venial”. Además, en el caso del Cuyabeno 8 las fotografías del corte del tubo y los peritajes no dejan duda de que se trató de un atentado premeditado, no de un accidente. Los presuntos saboteadores ya están bajo investigación: Piedad Borja y sus hijos Édison y Mauricio Gómez Borja, campesinos por cuya finca pasa la tubería. El móvil sería el reclamo de las indemnizaciones por parte de Petroecuador, más rentables que los macilentos cultivos que la brea cubrió.

Tras esta versión del delito se atisba una imagen que nos habla de la relación de la cultura nacional con la Amazonía. Ahí habita para nosotros el criminal, el salvaje, el integrante de las hordas gutierristas: el Otro que impide el progreso nacional, limpio, ético, racional. Siempre, claro, que aceptemos que lo racional y ético es sacar la riqueza de la región por un tubo, corroído y hediondo, pero hermético. Ciertamente, nos disgustan estos desalmados intentos por retener migajas de la riqueza petrolera donde ésta se origina; nos muestran desnudas las contradicciones del desarrollo petrolero. Igual desagrado nos causa que los sionas intenten acaparar los insalubres puestos de trabajo generados por el derrame, aunque eso signifique un retraso en la remediación. Tal codicia, nos decimos, es incompatible con el papel de “guardianes de la naturaleza” que les hemos asignado. Los gobiernos locales también buscan beneficio en la malaventura; como el municipio de Putumayo, que como indemnización pide que Petroproducción construya un tren “ecológico” y un teleférico hacia las lagunas, lo que seguramente causaría un impacto mayor que el mismo derrame.

La hipótesis de las indemnizaciones a colonos como único móvil sería plausible de no ser por dos detalles. Primero, que hay evidencia de que hubo complicidad dentro de Petroecuador –según versiones recogidas por miembros de la comisión veedora del incidente, el flujo en la tubería lesionada fue suspendido mientras se hacía el corte; hasta ahora Petroecuador no entrega los registros de flujo de la noche en que ocurrió el derrame para que se confirme o se desmienta esa versión.

En segundo lugar, quienes más se “benefician” de los derrames y por tanto más incentivo tienen para realizar los sabotajes, no son los colonos. Según el diario Hoy (23 de septiembre de 2006), en los últimos tres años Petroecuador ha recibido 1 565 reclamos por parte de propietarios de terrenos, lo que se ha traducido en un desembolso de 2 073 106 de dólares por concepto de indemnizaciones. Es decir, en promedio el afectado debería esperar recibir 1 325 dólares, a lo que tiene que descontar los daños a sus cultivos y animales, a sus fuentes de agua, a su salud, además del riesgo de ser perseguido por la justicia. Adicionalmente, hay muchos reclamos que no son exitosos y no reciben ninguna indemnización. Por supuesto, esto no descarta la participación de los colonos en los sabotajes y, de hecho, unos pocos han recibido montos que superan los 10 mil dólares. Lo que significa es que –contrario a lo que suele suceder– la investigación tiene que ir más allá.

Mientras se castiga a los colonos, a las verdaderas beneficiarias –que son las compañías remediadoras– ni se las investiga; más bien se las premia con jugosos arreglos. Desde 2002, nueve remediadoras se han repartido contratos por más de 78 millones de dólares desembolsados por Petroecuador (ver gráfico). El negocio ha ido in crescendo, y mientras en 2002 hubo órdenes de trabajo por 2 millones y medio de dólares, entre enero y agosto de 2006 ya se había gastado más de 26 millones. El 9 de enero de 2006 los beneficiarios de este suculento y hediondo pastel se redujeron a seis compañías. Solo pocos días después de que un recurso de amparo fuera presentado por Francisco Romero, gerente de Ecuavital (con creces la mayor beneficiaria, con contratos por 38 millones), el tribunal de lo Contencioso de Guayaquil resolvió que Petroecuador solo pueda contratar compañías con certificaciones ISO y OSHAS (tras el escándalo, la resolución fue revocada por el tribunal Constitucional el 21 de septiembre). Las únicas que tras esta resolución podían participar en limpiezas eran Ecuavital, Congemimpa, Justice Company, Garner Environmental, Petroleum Tubular Inspection (PTI) y Arcoil. Para embrollar más las cosas –o aclararlas–, al mayor accionista de Ecuavital, José Dapelo, y a los tribunales guayaquileños, los vincula su cercanía con el partido Social Cristiano. Las remediadoras también se ven beneficiadas de la asignación por ley del 5% de la cuenta de excedentes petroleros (CEREPS) para la remediación ambiental.



En el caso del derrame de agosto en el Cuyabeno, Ecuavital fue asignada a dedo la contención del derrame, con una factura cercana al millón de dólares. Según consta en un memorando interno de Petroproducción, quien decidió la participación de Ecuavital en la contención del crudo es el superintendente del distrito amazónico de Petroproducción, Kléber Malavé. Según un informe de la comisión del Control Cívico de la Corrupción, el señor Malavé ya aparece implicado en una contratación irregular anterior con Ecuavital, tras un derrame en el pozo Pacayacu 2 en mayo de 2004. Sin embargo, tras haberlo dejado temporalmente, el señor Malavé ahora vuelve a ocupar el mismo cargo de tanta responsabilidad. Igualmente, Ecuavital forma parte del consorcio que pretende llevar a cabo la remediación en el Cuyabeno con un costo calculado de 20 millones de dólares.

Otro aspecto que requiere auditoría es la rentabilidad de las operaciones de remediación. Según versión de expertos, la remediación básicamente consiste en la recolección manual en recipientes del crudo visible o su dispersión mediante la remoción de sedimentos y el uso de detergentes. Los montos desembolsados parecen no guardar relación con la naturaleza de estas operaciones, aún tomando en cuenta la reciente incorporación de vistosos cascos y uniformes, helicópteros y otra parafernalia efectista.

Más allá de la corrupción de algunos funcionarios y empresas –que de existir tendrá que ser sancionada– este asunto debería llevarnos a cuestionar la lógica economicista que nos convierte en una “sociedad de la remediación”. La misma lógica opera en el negocio en boga del reciclaje de basura; se incentiva la producción de basura porque es rentable para alguien y bueno para la economía, aunque el gasto energético implicado haga dudoso su beneficio ambiental. Las políticas más bien deberían desincentivar la producción de basura. De forma similar opera el complejo petrolero-conservacionista en el país. La conservación de la naturaleza se ha convertido en un lucrativo negocio financiado por las petroleras, por lo que ahora muchos “verdes” ni siquiera cuestionan la extracción de crudo en áreas protegidas; lo que proponen es la remediación en que ellos participan. Casi todos los animales sufren con la degradación ambiental; los sapos engordan




*Andrés Vallejo
es biólogo especializado en medio ambiente y desarrollo. Realizó su tesis de licenciatura en Cuyabeno. ecuadorterraincognita@yahoo.com