Encontrar
cadáveres podría parecer un
asunto policial. Pero si los restos mortales
fueron escondidos noventa y dos años
antes, el trabajo se acerca al del buscador
de tesoros o al del historiador de campo.
En 1975, Francisco Salazar Alvarado, mi abuelo,
luego de apasionantes investigaciones, halló
el cadáver de uno de los personajes
más connotados y polémicos de
la memoria del Ecuador: Gabriel García
Moreno. Este encuentro es el corolario de
una vida de admiración y búsqueda
incansable.
El hallazgo ocurrió varios años
antes de mi nacimiento y, desde que tengo
memoria, he escuchado su relato una y otra
vez. Por eso éste no me parece extraño,
pero quizá también porque, para
mí, la personalidad de mi abuelo siempre
explicó este acto.
Aquel abuelo cariñoso que en mi visión
de niña parecía saber cosas
que el resto ignoraba –información
preciosa que en su momento compartiría
con quienes realmente la merecieran–,
era un amante de la historia, de la religión
y de la política. Y la intensidad con
la que hablaba sobre todos esos temas me hacía
admirar aquella sabiduría que solo
los años y una vida comprometida te
pueden dar.
Toda esta acumulación de conocimiento
y vida se encontraba, a mi parecer, en un
mágico lugar: su gran biblioteca. Los
niños de la familia nos sentíamos
atraídos por este lugar lleno de textos
de todos los géneros, colecciones enteras
de revistas, decenas de enciclopedias y, entre
volumen y volumen, algún dulce escondido.
Era nuestro juego secreto, mi abuelo los dejaba
allí para que nosotros los busquemos
y también, supongo yo, para que en
aquella tarea nos adentráramos en un
mundo de libros plagados de historia.
La emoción de entrar en aquel lugar
dulce y misterioso, y de descubrir escondites
secretos, se incrementaba con la contemplación
de otros objetos que descansaban junto a los
libros; y no hablo ya de los dulces, sino
de serpientes en formol y del puño
y la vértebra cervical de un cadáver.
Y si a eso le sumamos el hecho de que alguna
vez mi abuelo también guardó
dos corazones de personas que habían
fallecido antes de que él naciera,
e incluso el cadáver de un presidente
del siglo XIX, entenderemos mi fascinación
por aquel lugar lleno de relatos y tesoros
escondidos.
A medida que crecía, fui tomando conciencia
de que los corazones habían sido del
arzobispo de Quito, monseñor José
Ignacio Checa y Barba –envenenado en
1877– y del presidente Gabriel García
Moreno, asesinado frente al Palacio de Gobierno
dos años antes de la muerte del primero.
Al segundo correspondía el cadáver
–vértebra incluida–, y
el puño había sido parte de
su uniforme.
Pero, ¿cómo llegaron hasta la
casa de mi abuelo? Es una interesante historia
que él relata en su libro Encuentro
con la historia, publicado a principios de
2005. Allí describe, además,
el último día de García
Moreno, que fue más o menos así:
El
último día de García
Moreno
Durante
la mañana del 6 de agosto de 1875,
luego de comulgar en la iglesia de Santo Domingo,
el Presidente regresó a su casa, ubicada
frente a la plaza del mismo nombre, y terminó
de escribir el mensaje que planeaba leer el
10 de agosto ante el Congreso Nacional.
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el artículo completo en la edición
No 38 de ECUADOR
TERRA INCOGNITA |
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