Hace
varios años, cuando me encontraba en
mis primeros curioseos en el entretenido mundo
de la ornitología –el estudio
de las aves–, me encontré con
algunos nombres de investigadores que se repetían
a cada momento en los textos que pasaban por
mis manos: Grant, Chapman, Krabbe, Ridgely,
Sclater… y seguía la lista de
apellidos foráneos. Había, sin
embargo, entre ellos, uno en nuestro idioma
que destacaba por igual y que llamó
mi atención. “Ortiz”, dije,
“como el apellido de mi mamá...
¿dónde vivirá este científico?”
Y pasó el tiempo. Seguí adentrándome
en el mundo de las aves y aprendiendo un poco
más sobre mi tocayo de segundo nombre
y segundo apellido; sobre Fernando Ortiz Crespo,
un quiteño que, para entonces, era
ya considerado una eminencia en zoología
ecuatoriana.
Años después tuve la suerte
de conocer a Fernando Ortiz, primero por unas
cuantas visitas mías a su oficina en
FUNDACYT (Fundación Ecuatoriana para
la Ciencia y la Tecnología) y después
porque fue mi profesor de Avifauna del Ecuador,
una de las materias más gratas de mi
travesía universitaria.
Cuando conversé por primera vez con
Fernando quedé ciertamente aturdido.
No sé si fue por la velocidad de sus
palabras, por el incesante movimiento de sus
manos al hablar, por su fuerte tono de voz
o por los consejos que me dio, pero sé
que me dejó algo mareado, aunque sin
duda satisfecho de haber dado inicio a una
amable relación de amistad ¡Creo
que fue mi primer amigo contemporáneo
a mi papá!
Luego, en clases, mi impresión seguía
siendo igual. El maestro parecía siempre
estar apurado, pero en realidad ese era su
ritmo, motivado muchas veces por las ganas
de contar anécdotas sobre lo que tanto
le apasionaba, las aves. Y si de hablar de
colibríes se trataba, pues entonces
se le encendían los ojos, agitaba sus
manos como quinde, de acá para allá,
y no paraba de develar los misterios que envuelven
a esas mágicas criaturas.
Y fue a esas mismas aves a las que Fernando
dedicó gran parte de su vida de investigador.
Sus aportes al saber científico de
los quindes, no solo del Ecuador sino del
continente, fueron sustanciosos. El vasto
conocimiento que adquirió sobre éstos
se resume en su mayor obra: el libro Los colibríes:
historia natural de unas aves casi sobrenaturales.
Este trabajo, grande en formato e inmenso
en contenido, es el primer compendio completo
en castellano sobre los colibríes (chupaflores,
picaflores o como queramos llamarlos...).
Y es que Fernando llevaba a los colibríes
en la sangre desde muy pequeño, desde
cuando su madre les mostraba, a él
y a sus hermanos, los quindes de su jardín
en el Centro Histórico de Quito; aquellos
que revoloteaban por las flores coloridas
y que de cuando en vez se acercaban a numerosos
vasos con agua azucarada que el padre de Fernando
colocaba en unas pilastras en la azotea de
su casa, como podemos apreciar en algunas
fotografías que acompañan su
libro.
Tanto le palpitaban los quindes a don Fernando
que, años atrás, cuando en nuestro
continente conmemorábamos los 500 años
de la conquista ibérica, él
publicaba un editorial en el Diario Hoy invitándonos
a re-bautizar América como Tierra de
los Colibríes o “Colibria”
o como se llama a estas avecitas en las lenguas
que se habla en el continente: quindi, huitzitzil,
beija-flor, guanumbi, hummer, entre otros
nombres.
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el artículo completo en la edición
No 38 de ECUADOR
TERRA INCOGNITA |
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