N° 34 Marzo - abril de 2005
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Texto Diego Tirira
Foto Marcelo Cepeda

Redescubriendo Riobamba

Al final de cada día, Riobamba ha crecido un poco más. Nuevas edificaciones aparecen bajo la silente presencia del volcán Chimborazo. Éste y sus vecinos de carne y hueso han permanecido callados frente a la demolición de los edificios patrimoniales.

Arenapupo, sí guambrito, naciste en Riobamba y un arenapupo serás. Así fui identificado en mi niñez, en la década de 1970, pues esa era la manera como antiguamente se conocía a quienes habíamos nacido en la Sultana de los Andes hasta antes de la llegada del asfalto. Sin duda, nada lejos de la realidad, ya que con excepción del centro de la ciudad que estaba adoquinado con grandes piedras rectangulares de tonos grises y blancos, el resto de las calles de la urbe eran polvorientas, lo que se reflejaba en más de un ombligo. En mi niñez fui testigo del cambio de la ciudad. Llegó el asfalto y con éste los aires de modernidad. Así empezó un auge por construir piletas luminosas en varias avenidas que engalanaban su joven carpeta asfáltica. Fueron al menos seis fuentes de agua que bellamente decoraban la ciudad y eran motivo de distracción y orgullo de los riobambeños. La consabida sal criolla no tardó en aparecer y propuso que ya no deberíamos ser identificados como arenapupos, sino como pilamungas.

Estos aires de modernidad trajeron cambios no siempre buenos. Con la idea de renovar la ciudad, se derrocó la antigua tribuna del Estadio Olímpico. Un bello edificio único en el país, de principios del siglo XX, que fue considerado viejo y obsoleto; en su lugar se levantó una estructura de cemento que puede ser encontrada en cualquier estadio paupérrimo de cualquier ciudad pobre del planeta.

En aquellos años de escuela, el estadio de fútbol de la ciudad había recibido el sobrenombre de “Maracaná” o “el estadio más grande del mundo”, ya que a pesar de su capacidad menor a diez mil espectadores, nadie podía afirmar si en alguna ocasión se llenó de público. Eran años donde no había fútbol profesional en Riobamba: el equipo de la ciudad, el Olmedo, más que un ídolo de multitudes por sus campañas deportivas, era un compañero silencioso del paso de la ciudad, ya que desde su fundación como club deportivo en 1919, convivía con sus habitantes, aunque muy pocos lo habían visto jugar un partido oficial. Despertar con un cielo despejado, rodeado de cinco montañas cubiertas de nieve, era lo cotidiano. Contemplar desde la terraza de la casa de mis padres las tres cumbres del Chimborazo o la caldera del Altar era tan normal como la llegada del día y la noche. El frío de Riobamba, en especial a primeras horas de la mañana, cuando caminaba con mochila al hombro rumbo al colegio, era parte de mi vida.

En aquellos años, visitar alguno de los mercados de la ciudad en un día sábado cualquiera no me despertaba más admiración que la aglomeración de gente y sus quejas por los precios altos. Años en los que los niños solíamos jugar en alguno de los únicos cuatro ascensores que habían en la ciudad, mientras éramos perseguidos por malhumorados conserjes. Los estudios universitarios me obligaron a mudarme a la capital tan pronto terminé el colegio. Han pasado 17 años desde entonces, período en el cual he regresado a mi lugar natal cada vez en menos ocasiones y por menos tiempo.

Lee el artículo completo en la edición No 34 de ECUADOR TERRA INCOGNITA

 


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