Mayo 1999
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Por Rogelio de los Campos Rioverde
Foto J.M.W

Huaorani
continuación (4/5)

Niñas huaorani en el río Cononaco, 1991.

En el tiempo que pasé con ellos tampoco los vi realizar ningún tipo de rito ni ceremonia definida. Los rituales de alguna manera son eslabones entre los individuos con su naturaleza original. Con el tiempo, muchos fueron suplantados por sus fetiches, sin los cuales la gente se sentía vacía.

Esta dependencia aisla al individuo de su naturaleza original, pero el individuo libre, el que no se ha desviado de su esencia, no depende de rituales, ni de su cultura ni de sus creencias, y así he visto a los viejos huaorani. Siempre están en unión con lo divino, cada momento es como una nueva vida y cada instante es un eterno estado de frescura. Es esta integración espiritual y la conservación de su naturaleza original el mayor tesoro al que cualquier ser humano puede aspirar, por ello me considero afortunado de haber podido conocer a esta gente y haber podido aprender de ellos. Lamentablemente ahora la colonización y aculturación de su pueblo los está haciendo separarse de esa naturaleza prístina. Ahora comienzan las épocas difíciles para ellos. Como dijo el Gran Jefe Seattle de Norteamérica cuando ocurría un proceso parecido con su gente: ‘Es el fin de la vida y el principio de la supervivencia”.

Hay unas grandes celebraciones de la abundancia del bosque con infinidad de cantos y bailes tradicionales. De hecho, en una aldea tradicional huaorani (cada vez más escasas) durante todo el día y gran parte de la noche, se puede escuchar a alguien cantando. Cuando en una casa dejan de cantar, en otra casa comienzan. “La historia es muy larga —me dijo Nenquemo— por eso siempre tenemos que estar cantando, para no olvidar”.

En una de esas celebraciones, había casi 300 personas entre mujeres y hombres. Todas las comunidades estaban presentes menos los clanes no contactados: los Tagaeri, Taromenane y Huiatare. Ellos no querían saber nada de nadie, ni de los huaorani que han querido aceptar el mundo cohuodi. Por eso no llegaron a la fiesta, ni tampoco hubo quién se atreviera a invitarlos.

Todas las mujeres estaban en el centro de la casa, abrazadas fuertemente. Sus caras pintadas y sus cabezas con coronas, con hojas amarradas en sus brazos y hojas de palmeras en las manos. Mientras cantaban, se desplazaban en círculos en el centro de la casa: “Somos como las loras de colores briosos, estamos volando por el aire buscando los árboles de frutas. Una encuentra las frutas, canta y así el resto viene para gozar, somos la gente del bosque. Ésta es la fiesta del bosque”. En los bordes de la casa, los hombres saltaban y corrían alrededor de ellas, con sus manos sobre los hombros de los otros, también cantando:

“Somos como los sahínos, corriendo en grupo, siguiendo a las loras, cuando ellas encuentran un árbol de frutas y se ponen a chupar, nosotros vamos a comer todas las frutas que hacen caer, somos los Huaorani, somos la gente del bosque. Ésta es la fiesta del bosque”.

En medio de los cantos le pregunté a Untugamo qué quería decir cohuodi. “Es es el nombre para todos los que no son huaorani”, me dijo mi amigo. Luego me enteré que quería decir caníbal o “los que cortan todo en pedazos”. Ésta es su historia: En la antigüedad, un hombre deseaba la esposa de su hermano y ya no aguantaba las ganas. La siguió hasta la chacra, donde vio cómo una boa salía del río y se enroscaba en el cuerpo de la mujer. Regresó corriendo el hermano y, cuando el hombre regresó de cazar, lo invitó a comer y le dijo: hermano, creo que tu mujer está teniendo relaciones con una boa, debes seguirla a la chacra y esconderte para ver. Así lo hizo, y cuando la boa se enroscó en su mujer, salió de su escondite y la mató de un solo golpe.



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