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Por Erwin PAtzelt
Foto Erwin Patzelt / Archivo Histórico del Banco Central

Mis primeros contactos con los Huaorani

Un grupo de mujeres y niños huao esperan el helicóptero que venía a llevarme. Los huaorani tienen el sentido del oído muy desarrollado, mucho antes que yo, se percataban de la presencia del aparato.

Ataque al cocinero de Tivacuno

Después de un agitado y caluroso día, los trabajadores del campamento petrolero de Tivacuno se encontraban descansando en la carpa; solo un cocinero quichua llamado José Chiliquinga faenaba una tortuga de tierra junto a un pequeño riachuelo. Su ayudante regresó hacia la carpa para traer un cuchillo más grande. En ese momento se sorprendió al ver a un grupo de hombres desnudos: eran guerreros huaorani. En medio de la desesperación comenzó a gritar “aucas... aucas...”1 y emprendió una veloz carrera. Al oír los gritos de angustia del ayudante del cocinero, la gente del campamento salió de la carpa en precipitada carrera rumbo a la selva para tratar de salvarse del inesperado ataque.

Solamente José Chiliquinga no pudo huir, los gritos de alerta llegaron muy tarde: 27 lanzas, adornadas con plumas, impactaron en el cuerpo del cocinero. Los agresores huyeron inmediatamente hacia la selva y la gente del campamento quedó llena de miedo y de angustia.

Para impedir nuevos ataques a los trabajadores, los administrativos del campamento les facilitaron armas de fuego e inauguraron un servicio de guardianía permanente. Adicionalmente instalaron grandes reflectores en todo el perímetro para evitar que, al amparo de la noche, llegue otro ataque desde la espesura de la selva. También se suspendieron las vaca- ciones de los obreros y se trajo a un intérprete huaorani por vía aérea para que sirva de intermediario entre sus hermanos y los empleados petroleros.

Fue precisamente en esta época cuando yo buscaba un acercamiento pacífico con el pueblo huaorani, con aquellas personas a las que se tildaba de “temibles aucas”.

Mis primeros contactos con un mundo hostil

El 31 de julio de 1971 salí de Quito en un avión Twin Otter. Una vez que despegamos del aeropuerto la nave tomó nuevo rumbo hacia el noreste y en pocos minutos estuvimos en la Cordillera Oriental de los Andes, sobre el espacio comprendido entre los nevados Cayambe y Antisana. El viento soplaba con intensidad, las turbulencias cada vez eran más fuertes, había muchos vacíos y un gran nerviosismo; el día estaba despejado: sobre la impresionante muralla de montañas se podía ver el manto verde amazónico en todo su esplendor.

No puedo negar que las preocupaciones y cierto recelo invadían mi espíritu mientras me acercaba a la primera parte del viaje. Mi corazón latía muy fuerte, por fin se iban a cumplir mis propósitos: un acercamiento con el temible pueblo huaorani.

El viaje lo compartí con varios trabajadores del campamento. A ellos les confié las razones de mi afán y no tardaron en mover la cabeza negativamente y señalar su temor hacia esos guerreros. Por miedo, ni siquiera querían oír hablar de ese pueblo: la noticia de la muerte del cocinero estaba muy fresca como para intentar algún tipo de contacto con los huaorani. Ellos me preguntaban si de verdad quería contactarme con esa gente, dada la violencia que sus guerreros habían demostrado. Mis compañeros de viaje probablemente pensaban que yo era un loco o un hombre cansado de vivir.

Lee el artículo completo en la edición No 22

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