Enero de 2003
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Por María Clara Montaño
Foto Judy Bustamante / Archivo Criollo

Destino final: La Tolita

La isla La Tolita fue un centro ceremonial antigüo. Sus restos arqueológicos, debido a la utilización de oro y platino, nos muestran que fue una civilización rica.

El ademán certero y rápido asegura que la atarraya se abra en forma de paraguas en el aire, para luego caer al agua y cerrar sus pesas. Las pequeñas pesas colocadas minuciosamente alrededor de todo el círculo de la red, se cierran por el peso equidistante, atrapando los peces. Luego de varias horas de espera silenciosa, el pescador, parado sobre la canoa tallada a mano, recoge la red y separa los pescados de la trampa. Todo esto me hace pensar en cómo pudo ser la relación de un pescador de La Tolita hace miles de años, en estas mismas tierras, con un medio dominado por el agua del río y cercano al mar, rodeado por el bosque tropical y el manglar, compuesto por innumerables esteros de tupido mangle de agua salobre, árboles de inmensa estatura llamados “natos” y una fauna abundante de todo tipo: moluscos y crustáceos; peces de río y de mar; mamíferos de tierra, diurnos y nocturnos; reptiles, anfibios, aves, propios de este medio de extrema diversidad ecológica. Un entorno “parecido” al que aún podemos observar en el norte de la actual provincia de Esmeraldas, solo que actualmente muy debilitado por una relación desigual del hombre moderno con su ambiente natural.

Lo que hoy en día se conoce sobre La Tolita se debe a las investigaciones arqueológicas efectuadas en Esmeraldas por el Museo del Banco Central de Quito, que iniciaron en el año de 1983 y culminaron con un informe final en 1994. Muchas personas participaron de esta aventura única, pero fuimos pocos los que degustamos los perfumes, sabores y colores que nos trajeron a la Costa. Modestamente considero que lo que aprendimos de esta sociedad surgió de nuestra relación personal con este medio natural de extrema belleza y biodiversidad. Quizá el conocimiento más profundo de esta civilización me fue dado por la vivencia del proceso de investigación en el sitio arqueológico, compartida con todas las personas que de una u otra manera estuvieron presentes en esta maravillosa experiencia: la de sorprendernos con un nuevo hallazgo, en una época en que aún no eran posibles reconstrucciones virtuales de civilizaciones pasadas ya desaparecidas.

Recuerdo la subida de las aguas del mar o la “puja” de verano que invadía todo el río de salinidad y de plancton, obligándonos a buscar agua dulce cerca del poblado de Borbón. Durante la noche cerrada y absolutamente negra, podíamos observar el brillo fosforescente de las lisas repletas de plancton. En cambio en luna llena, debido a la furiosa claridad que se producía, se podía penetrar por los intrincados esteros del manglar hasta llegar a una finca de cocoteros cuyas cáscaras se amontonaban en montañas enormes, mientras un peón las pelaba como si se tratara de nueces. Menos placentera era la apertura de trochas en la selva tupida y enmarañada de la isla La Tolita para prospectar sitios tierra adentro o tolas, lo cual irremediablemente significaba el encuentro con el peligro más grande: los voraces zancudos y la malaria, de la que fueron víctimas dos miembros del equipo.

Lee el artículo completo en la edición No 21

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