Enero 1999
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Por Jorge Celi
Foto Jorge Anhalzer / Visualfund

El Ángel, hojas lanudas y lagunas de colores

Los frailejones (Espeletia harwegiana) cubren casi la totalidad del páramo. Es la especie más característica de este ecosistema.

A través de la niebla se distingue un infinito ejército de religiosos cubiertos de sus blancos y peludos abrigos. Son los frailejones, revestidos de varias capas de pelos y microvellosidades entre los que el aire, calentado por el sol ecuatorial, queda atrapado evitando que se congelen durante la noche. En los bosquecillos que forman, de hasta cuatro metros de altura, se crea un microclima único que sirve de hogar a la peculiar fauna de la zona.

No es extraño que el súbito vuelo de una perdiz sobresalte al caminante, o que por el contrario, sea ésta quien reciba la mortal sorpresa de encontrarse entre las fauces de un lobo de páramo. Cada vez más extraño, en cambio, es encontrar al gran predador de los Andes: el puma, ahora convertido en gran víctima de la insensatez del hombre.

El suelo de este bosque está cubierto por dorados mechones de paja, que no son otra cosa que hojas que han adoptado esta forma para evitar la pérdida de agua, y que se acurrucan unas a otras para protegerse del frío. En las partes más húmedas aparece otro tipo de adaptación: aglomeraciones de muchas especies que forman “almohadillas’ para conservar en su interior aire caliente y humedad. Atisbando tímidamente detrás de estos cúmulos se descubre el bulto cálido y peludo de un conejo, perteneciente a la única especie nativa del Ecuador. Más seguros de si mismos, los quindes brincan alegremente de flor en flor en un vuelo frenético, batiendo sus alas más de 100 veces por segundo.

Al alzar la vista se puede ver al curiquingue o al quilico surcando el aire en busca de alguna carroña dejada por los cóndores, o de una de sus presas favoritas: ratones, guagsas, culebras. El silencio que enmarca esta compleja armonía se ve alterado por el canto de los gligles que emprenden el vuelo anunciando el atardecer.

La monotonía del paisaje es rota por el majestuoso picacho del Chiles, reflejado en hermosas lagunas de colores que parecieran sacados de la paleta divina. Estas lagunas deben su colorido a la mezcla de plantas acuáticas sumergidas, grandes concentraciones de algas y diversos minerales disueltos en sus aguas. El tipo de plantas acuáticas presentes cambia según la profundidad de las aguas; así, las plantas resistentes al estiaje crecen en los bordes de las lagunas que se secan en el verano, mientras otras lo hacen en zonas más profundas.


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