Cuando
recorrí por vez primera las playas y
bosques del litoral sur de Esmeraldas, entre
Galera y San Francisco, quedé impresionado
por la calidad humana de su gente y, sobre todo,
por su rica naturaleza. Desde entonces no he
encontrado mejor lugar donde pasar mis clásicas
vacaciones en la Costa.
Antes de conocer estos parajes, consideraba
imposible que en nuestro país existan
bosques húmedos colindantes con la franja
costera, como los he visto en Costa Rica o el
Brasil. Equivocadamente asumía que estos
verdes paisajes habían desaparecido del
Ecuador por el avance de la frontera agrícola,
la construcción de camaroneras y la extracción
de madera. Pero aquí estoy: sentado en
una pequeña y desierta playa, rodeado
de cedros, laureles, bromelias, bejucos y orquídeas,
bañándome en un cristalino río
que desemboca plácido en la mar embravecida.
Es marea baja, y a ambos lados de esta playa,
desde la base de gigantescos acantilados, se
extiende una extensa terraza rocosa hasta sumergirse
en el mar. Allí, varias mujeres, hombres,
niñas y niños, gente negra y montubia,
caminan capturando pulpos con un gancho de alambre.
En el océano, pescadores artesanales
fijan redes de enmalle al fondo o lanzan sus
anzuelos; cual equilibristas que nada envidian
a los del mejor circo ruso, se bambolean sobre
sus rústicos bongos mientras avanza el
día.
Calzados con botas de caucho, junto con Antonia,
mi compañera de aventuras, decidimos
caminar por la terraza rocosa, y no tarda en
sorprendernos la riqueza de organismos que viven
entre las piedras y en las pozas formadas durante
la marea baja. Ello no es casualidad, pues es
sabido que los hábitat rocosos como éste
albergan una diversidad mayor que otros como
los arenosos: la ventaja es que proveen de una
superficie a la cual se adhieren los organismos
sedentarios. Peces, cangrejos, churos, conchas,
erizos, algas y cientos de otras especies hacen
del recorrido una delicia.
Nos acercamos a una señora, recia negra
de cincuenta y tantos años, curtida por
la brisa marina. Armada de un machete, nos muestra
un pez morena al cual ha propiciado un certero
golpe y que será su almuerzo. Semejante
arte de pesca me impresiona, pero no más
que cuando nos enseña un pequeño
balde con pulpos del cual extrae dos bellos
ejemplares que nos regala. De cuando en cuando
dirigimos la mirada al horizonte; no podemos
siquiera imaginar cuántas especies más
habitan las grandes rocas sumergidas mar adentro,
en los bosques de coral negro.
Más adelante llegamos a otra pequeña
playa donde descubrimos un nido de tortuga;
inmediatamente borramos las huellas de esta
especie en peligro y creamos otras en la arena
para distraer a la gente local, que desentierra
estos nidos para recolectar los huevos y comerlos.
Algunos pasos después, nos detenemos
en la base de un acantilado de más de
cien metros de altura; erosionado por el viento,
deja caer a nuestros pies pequeñas rocas
y arcilla. Extenuados, descansamos sobre una
roca mientras bandadas de piqueros y pelícanos
surcan las olas. Y entonces, a 500 metros de
la costa, divisamos el chorro de una ballena
jorobada que ha migrado desde los fríos
mares antárticos para reproducirse en
estas cálidas aguas.
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el artículo completo en la edición
No 16
de ECUADOR TERRA
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