Esta
historia nace en el vuelo 881 de Continental.
El frío mañanero de Quito se sentía
en el terminal. Esperé en la fila hasta
que el avión acogió al último
de los pasajeros regulares, “casi no hay
puesto”, pensaba mientras subía
las escalinatas para abordar el boeing 767 con
destino a New York.
Una vez adentro, los de “primera”
empezaban ya su menú destapando la champaña.
En “segunda” existía un cierto
desorden por ubicar los puestos, hubo que esperar
largo para que la gente encontrara su “dirección”
exacta. “C-32” decía mi boleto,
después de pasar el tumulto con acento
y espíritu costeño, di con mi
fila. “Qué pena, me voy solo”,
no había nadie a mi lado con quien compartir
el vuelo. Me lancé, entonces, a invitar
a dos mujeres negras que estaban ya sentadas
en las filas siguientes y que, sin lugar a dudas,
iban al mismo destino. Gentilmente aceptaron
acompañarme.
¡Ay, como se mueve esto!, me decía
Catalina, para quien ésta era su primera
vez en un avión; mientras Rosita, desde
el asiento de la ventana comentaba sobre el
paisaje a gran altura. Ambas mujeres eran parte
de un grupo de afroecuatorianos que, incluyendo
al mismísimo Papá Roncón,
marimbero de tradición, tenían
por destino la feria de Hannover, en representación
del Ecuador.
Sobrevolábamos las Antillas cuando terminamos
de almorzar. De pronto, y rompiendo con el sonido
monótono producido por los motores, la
hermosa voz de Catalina que interpretaba un
arrullo dedicado a un hijo fallecido, enmudeció
a todos los pasajeros. Sus lágrimas se
abrieron paso por esas mejillas teñidas
por milenios de sol y me hicieron añorar
el hábitat de la gente morena. Imaginé
los manglares, la selva primaria y la fiesta
que significa la vida misma para este rincón
de África en el Ecuador.
Pasó un año desde nuestro encuentro
en ese vuelo y Rosita Wila me sorprendió
con una llamada invitándome a la fiesta
de San Martín de Porres, en la casi verde
provincia de Esmeraldas. Aunque ella no estaría
en la fiesta, ¡yo por nada del mundo me
podía ausentar de tal acontecimiento!
Tras nueve horas de recorrido por la carretera,
arribamos a esa esquina del Ecuador justo un
día antes de finados. En la Tola, como
adivinando la suerte, encontré a Catalina,
quien se presentó cuando tomábamos
una toronjada frente al muelle. Los zancudos
empezaban su jornada mientras nosotros recordábamos
ese viaje donde me invitó a la famosa
fiesta del “Canchimalero” nada menos
que a 11 000 m de altura. Como en aquella ocasión,
esta vez su voz también sería
la protagonista. Estaba, pues, contratada por
la balsa de la parroquia para poner el ritmo
de arrullo a la travesía que llevaría
al santo y sus acompañantes a Limones
primero, y siguiendo el curso del Najurungu
hacia el mar, a Canchimalero.
A la mañana siguiente doña Nelly,
prioste principal de la balsa, y sus ayudantes
decoraron la barcaza con ramas de palmeras y
cocotales, hojas de platanales, flores de la
zona e hileras de serpentinas de colores. Por
motores estaban amarradas dos canoas, la una
a babor y la otra a estribor. Ambas empujarían
el peso de la fiesta flotante por entre los
últimos remanentes de manglar. La balsa
acogería a San Martín en la proa,
y el resto sería espacio para la gente
que iría cantando y bailando hasta dar
el encuentro a otras balsas, igualmente decoradas
y llevando similar algarabía, para festejar
al patrono de los pescadors.
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No 16
de ECUADOR TERRA
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