Al
sudeste, el cielo se va abriendo poco a poco
y deja ver lo que parece una gran arista de
nieve. Nuestros siete ojos tratan de confirmarlo.
Durante dos días de caminata hemos urgado
las nubes para encontrarlo, pero hasta ahora
solo habíamos escuchado sus rugidos.
Cuando vemos que las nubes se mezclan con ceniza,
ya no nos queda duda de que es el Sangay, uno
de los nevados menos accesible del Ecuador.
“¡Está saliendo homo!”,
exclama emocionado Roberto Caz, como si fuera
la primera vez que lo ve. Él es uno de
los fundadores de la Asociación de Guías
Indígenas de los Volcanes Altar y Sangay
y ha coronado el volcán una media centena
de veces. Su amigo italiano y cofundador de
la asociación, Paolo Catelan, también
se alegra de la misma manera. “¡Superbo!”,
dice en su español salpicado de italiano
e inglés. Como hace más de 10
años, cuando juntos ascendieron a su
cumbre por primera vez, el Sangay sigue siendo
la fuente de alegría de este par de amigos.
Estamos en una hendidura cavada en la base de
unas grandes rocas que nos sirve de campamento.
El único ojo de Vinicio Caz resplandece
porque confirmamos lo que nos venía diciendo:
“de Oso Machay sí se ve el Sangay”.
Para corroborarlo, debimos atravesar a tientas
durante tres jornadas un territorio poblado
de una docena de lagunas casi inexploradas,
en la zona alta del Parque Nacional Sangay.
En
el umbral del Parque
La carta topográfica del Instituto Geográfico
Militar (IGM) representa a las lagunas de Shararumi
de color celeste. Ellas se ubican en el límite
occidental del parque y originan el río
Santa Ana, afluente del Palora. Las curvas de
nivel muestran que todas están a alturas
distintas, entre 3 650 y 4 000 metros sobre
el nivel del mar. Pero sobre una mesa, en una
casa de Riobamba, todo ese territorio parece
plano.
Desde
ahí salimos junto con Paolo Catelán
rumbo a Alao, una pequeña población
a unos 40 kilómetro al suroriente de
la capital de la provincia de Chimborazo. Hace
una década, este físico italiano
se enamoró de esa comunidad y desde entonces
contribuye con ella. Veinte minutos después
de atravesar Licto, nos adentramos en la cuenca
del río Alao.
Al principio modesto, este valle poco a poco
se agranda, tanto que podría albergar
toda una ciudad como Quito. El valle nace decenas
de kilómetros más al norte, a
los pies del nevado Cubillín. Casi al
inicio, junto a la hacienda Santa Rosa, se encuentra
San Antonio de Alao, una comunidad de unos 1500
quichuas de la Sierra descendientes de los puruháes.
Allí encontramos al guía Roberto
Caz, quien recibe a Catelán con un “buenos
días, señor Paolo... sí
señor Paolo... como usted diga, señor
Paolo”. En cinco minutos, él decide
abandonar sus ocupaciones y guiarnos a través
de estas lagunas. Su primo Vinicio Caz, tuerto
a causa de una enfermedad mal curada, también
nos acompañará. Luego de media
hora de recorrido, dejamos el “jeep”
en un potrero y empezamos la caminata calzados
botas de caucho. Ingresamos por Casullay, una
de las extensísimas quebradas que desembocan
en este valle.
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