Noviembre de 2001
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Por Patricio Rivas Mariño
Foto Jorge J. Anhalzer / Archivo Criollo

Explorando el Parque Nacional Sangay

De izquierda a derecha se levantan el Sangay, el Altar, Tungurahua, Cubillín, Quilimas y Pailacajas.

Al sudeste, el cielo se va abriendo poco a poco y deja ver lo que parece una gran arista de nieve. Nuestros siete ojos tratan de confirmarlo. Durante dos días de caminata hemos urgado las nubes para encontrarlo, pero hasta ahora solo habíamos escuchado sus rugidos. Cuando vemos que las nubes se mezclan con ceniza, ya no nos queda duda de que es el Sangay, uno de los nevados menos accesible del Ecuador.

“¡Está saliendo homo!”, exclama emocionado Roberto Caz, como si fuera la primera vez que lo ve. Él es uno de los fundadores de la Asociación de Guías Indígenas de los Volcanes Altar y Sangay y ha coronado el volcán una media centena de veces. Su amigo italiano y cofundador de la asociación, Paolo Catelan, también se alegra de la misma manera. “¡Superbo!”, dice en su español salpicado de italiano e inglés. Como hace más de 10 años, cuando juntos ascendieron a su cumbre por primera vez, el Sangay sigue siendo la fuente de alegría de este par de amigos.

Estamos en una hendidura cavada en la base de unas grandes rocas que nos sirve de campamento. El único ojo de Vinicio Caz resplandece porque confirmamos lo que nos venía diciendo: “de Oso Machay sí se ve el Sangay”. Para corroborarlo, debimos atravesar a tientas durante tres jornadas un territorio poblado de una docena de lagunas casi inexploradas, en la zona alta del Parque Nacional Sangay.

En el umbral del Parque

La carta topográfica del Instituto Geográfico Militar (IGM) representa a las lagunas de Shararumi de color celeste. Ellas se ubican en el límite occidental del parque y originan el río Santa Ana, afluente del Palora. Las curvas de nivel muestran que todas están a alturas distintas, entre 3 650 y 4 000 metros sobre el nivel del mar. Pero sobre una mesa, en una casa de Riobamba, todo ese territorio parece plano.

Desde ahí salimos junto con Paolo Catelán rumbo a Alao, una pequeña población a unos 40 kilómetro al suroriente de la capital de la provincia de Chimborazo. Hace una década, este físico italiano se enamoró de esa comunidad y desde entonces contribuye con ella. Veinte minutos después de atravesar Licto, nos adentramos en la cuenca del río Alao.

Al principio modesto, este valle poco a poco se agranda, tanto que podría albergar toda una ciudad como Quito. El valle nace decenas de kilómetros más al norte, a los pies del nevado Cubillín. Casi al inicio, junto a la hacienda Santa Rosa, se encuentra San Antonio de Alao, una comunidad de unos 1500 quichuas de la Sierra descendientes de los puruháes.

Allí encontramos al guía Roberto Caz, quien recibe a Catelán con un “buenos días, señor Paolo... sí señor Paolo... como usted diga, señor Paolo”. En cinco minutos, él decide abandonar sus ocupaciones y guiarnos a través de estas lagunas. Su primo Vinicio Caz, tuerto a causa de una enfermedad mal curada, también nos acompañará. Luego de media hora de recorrido, dejamos el “jeep” en un potrero y empezamos la caminata calzados botas de caucho. Ingresamos por Casullay, una de las extensísimas quebradas que desembocan en este valle.

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