Yo
sorprendido por tal cambio no pude esperar para
que a mi “mozo de espadas” le vinieran
las ganas de iniciar dicha transformación.
Se convirtieron en dos, ya que un tiu, no invitado,
se le juntó y decidió empezar
con los pantalonsillos bordados con motivos
de la naturaleza (aves y alimañas): iban
éstos hasta las canillas. Luego pasó
a la hermosa blusa igualmente decorada con flores
y diseños andinos.
Al cinto dos fajas de seda, amarilla la una,
celeste la otra, con sus sobrantes a cada muslo.
Los nudos de cada faja resultaron ser puntos
de controversia para los “de cuadrilla”.
El aliento aguardientoso de cada uno de ellos
en el quichua más impenetrable y sus
gestos de preocupación, dieron buena
fe de que no se iban a poner de acuerdo en cuál
de las fajas debía ir primero. Fue la
voz de la “mama” que vestía
a la madrina quien decidió adjudicarse
la tradición y poner fin al duelo que
en mi cintura acontecía. Poncho negro
salasaca iba debajo de tres pañoletas
de distintos colores, bordada la iiltima con
una hermosa paloma. Los alpargates en los pies,
la facha que me acompañaría toda
la celebración al hombro y el sombrero,
con la copa más pequeña y talvez
más pesado que mi cabeza, fueron ingredientes
básicos para retocar el traje de etiqueta.
Antes de salir a la iglesia nos sentamos, Oswaldo,
dos runas y yo a degustar algo de la montaña
de mote. Acompañó al maíz
cocinado una sopa de carne y, por supuesto,
lo que sobraría en la festividad: el
fuerte de caña. Con apuro salimos hacia
la iglesia en el jeep que hizo las veces de
coche de bodas. Llegamos a la esquina de la
plaza central en donde la novia, la madrina,
Oswaldo y yo seríamos escoltados por
un grupo de músicos hasta la entrada
del templo. El ajetreo y el apuro por llegar,
durante el replique de las campanas, casi no
me deja ver el tumulto que se había formado
a las afueras de las puertas y que se tomaba
la plaza central viendo al cuarteto tan elegante.
Dos “princesas”, la una india y
la otra mestiza, acompañadas por su respectivo
karl cada una.
La ceremonia eclesiástica duró
lo largo que suelen ser estos acontecimientos.
Estábamos sentados casi, casi, en el
altar: Oswaldo y Manuela arrejuntados por una
cadena, debajo de un pañuelo sostenían
una vela que derramaba la cera hirviente sobre
sus puños entrelazados, y Patricia y
yo separados por los novios.
Antes de que el arroz cayera, me di cuenta que
a mi lado tenía ya bien prendado a un
fiel seguidor de la tradición: Lucho.
El sería el líder del séquito
de juristas, tradicionalistas, puristas y costumbristas
salasacas que cuidarían de la imagen
del padrino durante la fiesta. “La facha
siempre sobre el hombro izquierdo, el sombrero
siempre sobre la urna”, Lucho me aconsejaba.
¡Solamente yo sabía lo difícil
que se me hacía mantener esa tela sobre
el hombro y ese sombrero sobre la testa!
Sonó la música. La gente se hizo
a un lado y nosotros de repente vimos el callejón
que nos arrojaría al centro de la plaza
en donde empezaríamos a bailar y festejar
al son del rondador, el violín, el charango,
la guitarra y el redoblante.
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