N° 132 - febrero marzo 2024
 
 
 
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ECUADOR

POTENCIA

BIOCULTURAL

 
Músico con tocado de aves, cultura Jama Coaque  (350 a. C.—1532 d. C.). / Museo Casa del Alabado

 


por Andrés Vallejo Espinosa

 


E
s difícil, tras este inicio de año, no pensar que transitamos por la peor etapa de la historia del Ecuador: asediados por la narcoviolencia y la generalizada corrupción, enfrentados a un colapso fiscal que amenaza contagiar al resto de la economía y con un sistema político podrido, indisociable de la rapiña y la mezquindad. Sin embargo, hubo otro enero que nos enfrentó a una crisis existencial quizá más dramática. El país recibió 1942 con la provincia de El Oro y buena parte de Loja ocupadas por un ejército extranjero. Las tropas peruanas controlaban también las provincias amazónicas. Su marina sitiaba Guayaquil y amenazaba con invadirla.

La situación se prolongaba ya por cinco meses cuando se instaló, en Río de Janeiro, la reunión de cancilleres de América para discutir el apoyo a Estados Unidos en la guerra mundial. La encrucijada del Ecuador fue tratada como una molestosa nota al pie que tenía que resolverse pronto para que no estorbe a la consolidación de un frente americano contra el Eje. La amenaza de tomar Guayaquil y la instigación de los cancilleres garantes empujaron al canciller Julio Tobar Donoso a firmar el protocolo de “paz, amistad y límites”. Ese 30 de enero amanecimos con casi la mitad de nuestro territorio cercenado; al menos, del territorio que mostraban los mapas que colgaban en nuestras escuelas.

Las perspectivas económicas no eran mejores. El boom del cacao había terminado hacia más de una década y la guerra había devastado gran parte de la infraestructura de la incipiente economía bananera. Aún se sentían los efectos de la Gran Depresión; los ingresos del gobierno se habían reducido en 25 % de 1927 a 1938, lo que produjo enormes déficits fiscales y el consecuente endeudamiento.

La paulatina constatación de que el desastre era autoinfligido agudizó la zozobra. Mientras el Perú, tras su derrota en la guerra del Pacífico (1879-1884) se había preparado en lo militar y tenía una diplomacia profesional y sistemática, lo nuestro era abandono e improvisación. No se podía esperar otra cosa en un país desgarrado por el regionalismo y el canibalismo político. Entre 1931 y 1940, cuando se posesionó Carlos Arroyo del Río, se sucedieron quince presidentes y dictadores (es decir 1,7 por año). El propio Arroyo del Río accedió al poder en medio de acusaciones de fraude y gastaba buena parte de sus esfuerzos en cuidarse de las conspiraciones.

La guerra nos sorprendió con una milicia de reclutas sin entrenamiento. Además, dividida. El ejército se oponía al gobierno, mientras los carabineros lo apoyaban. Tras la derrota se achacó a Arroyo no haber enviado las tropas a la frontera por concentrarlas en Quito para defenderse de sus enemigos políticos. En contraste con la euforia bélica y los discursos solemnes, la logística militar fue una tragicomedia de errores; la invasión ocurrió tras una sola batalla.

Soldados en el frente denunciaron que abrían las cajas de armamento y encontraban fierros y tornillos, y los fusiles llegaban pero no las municiones. Estos y otros sórdidos detalles fueron conociéndose poco a poco; al descalabro nacional se sumó el desasosiego de haber sido engañados por las autoridades. El gobierno indigno de Arroyo del Río —no por haber perdido la guerra sino por no renunciar tras la debacle— duró otros dos largos años.

En ese contexto de abatimiento y confusión, en busca de explicaciones y derroteros para el país quebrado, Benjamín Carrión escribió sus Cartas al Ecuador (1943). Carrión abre su obra delineando la situación en términos similares a los editoriales de los periódicos actuales:

Nos ha tocado vivir la etapa más dura —por desorientada, por regresiva, por vergonzosa y trágica— de toda la etapa republicana. La patria ha sido humillada y vencida. A los hombres libres del Ecuador les ha tocado presenciar, impotentes, el asesinato del pasado, la anulación del presente, la mutilación del porvenir nacional.

Ahora que han vuelto las horas oscuras y no atinamos a imaginar salidas que no sean la ocupación militar de los barrios populares y la profundización de la rapiña extractivista, quizá sea momento de regresar a Carrión. Una premisa central de sus Cartas, la que más se cita, es que el futuro del país no radicaba en el poderío económico o militar, sino en su cultura. ¿Podemos actualizar ese edicto para nuestros tiempos? ¿Cómo encaja con los históricos mandatos populares de frenar el extractivismo en el Yasuní ITT y el Chocó quiteño que ahora con el pretexto de la “guerra interna” —nada como una guerra para justificar arbitrariedades— quieren volver a usurpar?

Se suele interpretar la “cultura” en el llamado de Carrión como las artes y las letras (que eran sus intereses) o, quizá también, como las manifestaciones culturales de los pueblos indígenas. Propongo otra lectura. La exaltación que Carrión hace de nuestra condición tropical, de “la tierra y del clima”, como el asidero más valioso del ser nacional (p. 11-17), sugiere una concepción más amplia de cultura: como los quehaceres y saberes cotidianos de la gente y su relación con su entorno; como los oficios y actividades ligados a los recursos de la tierra. Una agro-cultura. Bajo esta óptica, la “potencia cultural” que Carrión se figuraba, y aunque sería un anacronismo que él lo hubiera puesto en estos términos, está en nuestra relación, existente o potencial, con la enorme biodiversidad que tenemos. El Ecuador puede hacer una reivindicación plausible de volverse una potencia cultural, más que otros países, sin caer en el chauvinismo, por el hecho de que su gente se desenvuelve y lo ha hecho por milenios, en el territorio más biodiverso del mundo (inclusive, como nos enseña la ecología histórica, esa diversidad es en parte producto de las actividades seculares de esos habitantes).

De hecho, ya existen los gérmenes de ese Ecuador, potencia cultural, en nuestra historia y nuestro presente, en instancias donde la nobleza y especificidad de un recurso han sido exaltados por el íntimo conocimiento que de él han tenido sus usuarios. El ejemplo obvio es los Andes como centro de domesticación y/o diversificación antropogénica del maíz, el ají, la papa y quizá el tomate, prodigios bioculturales de los que todo el mundo se beneficia. O la quina, proveniente y utilizada por primera vez en Loja, que hasta hace poco era el único remedio para el paludismo y, como tal, fundamental en la colonización y las guerras imperiales en los trópicos (ver ETI 44). O el algodón, pilar de la economía colonial quiteña y protagonista de la revolución industrial británica, cuyo probable lugar de primera domesticación en América es Real Alto, en la provincia de Santa Elena.

Recientes estudios, en los que participó el arqueólogo Francisco Valdez, confirman que también el cacao, la base de una industria global de US$ 50 mil millones, fue domesticado y utilizado por primera vez cerca de Palanda, en Zamora Chinchipe. El precio del cacao ha pasado de fluctuar alrededor de los US$ 2500 por tonelada durante años a sobrepasar los US$ 10 mil el año pasado, cerca de los que se ha mantenido hasta la actualidad. Y esto es el cacao crudo que hemos exportado tradicionalmente, mas ahora han surgido una serie de medianos y pequeños productores de chocolate ecuatoriano de alta calidad, incluido To’ak, que a diez dólares el gramo es uno de los más caros del planeta y diez veces más costoso que la plata. Si somos la cuna de “la droga del amor”, ¿es entendible que ahora estemos desgarrados por la droga de la muerte?

Caja de chocolate Toak.

De todas formas, debemos poner “la droga de la muerte” entre comillas, pues la cocaína se ha convertido en calamidad global, no por ninguna característica esencial de la coca o sus derivados sino por las equivocadas políticas represivas. De hecho, sus usos han abarcado el de anestésicos pioneros, bebidas tonificantes (entre ellas la gaseosa más popular del mundo, que todavía usa saborizantes no narcóticos provenientes de la hoja de coca), tratamientos oftalmológicos, insecticidas, psicoterapias (Freud era un entusiasta recetador y usuario), entre otros. Dawson White y colaboradores (2020) consideran que ha tenido “un impacto en la medicina occidental más importante que cualquier otro químico derivado de plantas neotropicales”. Según este estudio, el probable lugar de la primera domesticación de la planta de coca, hoy la base de un mercado global de cocaína estimado entre US$ 94 y 143 miles de millones, sería Ecuador o el norte de Perú. ¡Somos la cuna de la cocaína y el chocolate, las drogas del amor y de la muerte, y nuestros líderes nos quieren hacer creer que la única salida que tenemos es exportar piedras con algún contenido de cobre!

Más allá de la cocaína, son muchísimo los casos de biopiratería en que el conocimiento indígena de especies biológicas ha sido utilizado para comercializar medicinas y otros componentes químicos. Los tres casos más conocidos de la historia han ocurrido a partir de muestras extraídas de bosques y comunidades ecuatorianos: las cocciones de curare sustraídas por un médico estadounidense en los años treinta de la zona del río Pastaza que derivó en su utilización generalizada en cirugías de todo tipo, y los patentamientos en Estados Unidos de la ayahuasca y de la epibatidina, este último un alcaloide analgésico doscientas veces más potente que la morfina secretado por la rana Epipedobates anthonyi, en ambos casos a partir de especímenes extraídos del Ecuador en los setenta.

Potencia cultural” también trae a la mente el prestigio continental que tuvo la Escuela Quiteña y su uso de maderas nobles, tradición que ahora continúan los imagineros de San Antonio de Ibarra (ETI 101). O los sombreros de paja toquilla, importante fuente de divisas en los siglos XIX y XX, y que aún hoy constituyen el 1% de las exportaciones no petroleras. Un montecristi superfino cuesta entre US$ 500 y 15 mil. Su impacto ambiental es unas decenas de tallos de palma, que vuelven a crecer. O la tagua en bruto o en botones, uno de los principales rubros a finales del siglo XIX cuya demanda se revigoriza por la contaminación que causa el plástico.

La lista es amplia y creciente. Hay ya algunas empresas exportadoras de misque, el “tequila” ecuatoriano hecho del penco azul (ETI 109). En torno al café, que aunque es una planta introducida encuentra condiciones favorables en los flancos andinos, se ha fortalecido una cultura (y una economía) que conecta a pequeños productores rurales con los mentideros urbanos y con los mercados de ultramar.

Existe una iniciativa (cuyo objetivo principal es la conservación) para la exportación de ranas reproducidas en cautiverio para el gigante mercado global de mascotas. Una sola rana diablito (Oophaga sylvatica) llega a costar trecientos dólares en destino. En todo el mundo, solo Colombia y Brasil aventajan a Ecuador en diversidad de anfibios.

Flores de una de las más de 4 mil especies de orquídeas del Ecuador, en Papallacta. Foto: Andrés VallejoRanita venenosa de Sarayacu (Ranitomeya ventrimaculata), una de las joyas del bosque. Foto: Andrés Vallejo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las orquídeas (ETI 107) son otro grupo en que ningún país le gana a Ecuador. Con más de 4 mil especies, empatamos con la cuatro veces más grande Colombia (¿cómo se explica, entonces, que nuestro emblema en las ferias mundiales sea la rosa de patente holandesa?). Se exportan cerca de un millón de dólares al año en orquídeas, y bastante más si consideráramos el tráfico ilegal. El mercado global de una sola especie de orquídea —la vainilla— es de US$ 1,5 miles de millones y en crecimiento. Se requiere tanta, que su precio a pasado de US$ 40 el kilo en 2021 a US$ 230 en 2023. Este cultivo, que además ocupa muchísima mano de obra, ya lo realizan un par de empresas en Ecuador.

No tan mentadas como las orquídeas, pero con similar potencial, son las bromelias (ETI 39). En Guayllabamba, una iniciativa, Waicu, ha empezado a comercializar algunas de las más de quinientas especies que hay en el país, en unos casos combinándolas con esculturas y otras obras de arte. Otros seres cuyas propiedades y usos apenas empezamos a descubrir son los hongos, protagonistas de otro artículo en esta edición. Las posibilidades son tan vastas como la diversidad de nuestros bosques y la osadía de nuestra imaginación.

No se trata solo de productos aislados. En torno a la elaboración y comercialización cooperativa de productos ligados a la tierra y a la cultura, han florecido decenas de localidades en todo el país que constituyen verdaderos laboratorios de economías innovadoras, robustas y diversificadas, orientadas tanto al mercado interno como a la exportación: desde Yunguilla, en Pichincha, Chordeleg, en Azuay, hasta Salinas de Guaranda, pasando por Íntag, Pacto, Añangu, Cotacachi, Zuleta, Quero, Chaucha, Sarayaku (ETI 122), la Mancomunidad del Chocó Andino (ETI 112), el Pueblo Shuar Arutam (ETI 84)...

Muchas de estas economías comarcales replican el manejo de pisos ecológicos diversos que hacían los pueblos andinos precolombinos. O son economías integradas no en torno a un territorio, sino a actividades, intereses u objetivos, como la unión de Productoras Agroecológicas de Tungurahua (PATAC); la asociación de Mujeres Comunitarias de Tosagua, que buscan reintroducir la cultura del algodón; la asociación de Mujeres Waorani (AMWAE), que combina la defensa de derechos con la comercialización de productos ligados al bosque amazónico; la red de Guardianes de Semillas, que custodia y fomenta el uso de la diversidad agrícola; la asociación Kallari, en el Tena, en la que 850 familias kichwas buscan desarrollar productos del bosque, entre ellos la vainilla; la comunidad de trueque Jarapi, surgida para capear el encierro de la pandemia en Azuay; o los distintos mercados y ferias tradicionales que congregan productores de diversas procedencias.

Durante el confinamiento por el covid-19, en que las cadenas de producción y suministro industriales colapsaron, se evidenció la resiliencia e importancia de estas economías populares, que más bien se adaptaron y fortalecieron (ETI 119). A veces los esfuerzos son más individuales, como el de cada uno de los ya más de 13 mil productores orgánicos que hay en el país (la mayoría, eso así, agrupados en asociaciones, cooperativas o comunidades); la Hacienda Verde, en Guayllabamba, donde Lucía de la Torre atiende, además de decenas de otras especies, a más de cincuenta variedades de aguacates, quizá el repositorio más diverso de esta fruta en el mundo; o esa conmovedora labor de vida que es la reserva Guaycuyacu, donde Jaime West y Mimi Foyle cultivan, en solo ocho hectáreas, más de quinientas especies de frutas tropicales que han ido recolectando a lo ancho del orbe (ETI 74), un banco vivo de germoplasma que es, por sí solo, un tesoro mayor que todas las reservas metalúrgicas del Toisán.

Muchas de estas economías locales combinan las actividades agroartesanales con el turismo comunitario. Un importante componente de ese turismo —y, en general, del potencial turístico del Ecuador— está ligado a la naturaleza y a la biodiversidad. La industria del aviturismo, por poner un ejemplo, experimenta un sostenido crecimiento en todo el mundo. Más de 3 millones de viajes internacionales se realizan cada año con la observación de aves como motivo principal. Solo en Estados Unidos, la observación de pajaritos movilizó US$ 41 mil millones en 2017. En Ecuador hay varias localidades reconocidas entre las mejores del mundo para practicar esta actividad. No son solo las aves; hace pocos años, un grupo de biólogos estableció Tropical Herping, una agencia de turismo especializada en reptiles y anfibios que realiza un excelente trabajo de divulgación.

Más allá del turismo comunitario, hay un interesante desarrollo de pequeños lodges dirigidos a los mercados más exclusivos, que tienen la ventaja de generar abundantes divisas con poco impacto ambiental (si descontamos, claro, el de los vuelos internacionales en los que llegan los turistas).

Figura en cedro del escultor Jorge Luis Villalba, de San Antonio de Ibarra. Foto: Andrés VallejoMosquerito canela (Pyrrhomyias cinnamomeus) en la cordillera de los Guacamayos, cerca de Cosanga, uno de los grandes lugares para observar aves en el país. Foto: Andrés Vallejo.

 

 

 

 

 

 

 

 

No son sorpresivas, entonces, las conclusiones de Diego Carrión (2015) en un estudio que compara los costos y beneficios del petróleo, la minería y el turismo para el país. Si bien en los escenarios más optimistas para las industrias extractivas estas generarían más divisas inmediatas, en casi todos los otros escenarios, y en todos cuando se lo mira a largo plazo, el turismo supera en beneficio a la minería y el petróleo, y con menor conflictividad social y menor agotamiento del capital natural.

Un ejemplo concreto de cómo podría verse algo así sería la región de Umbría, en Italia, donde la combinación de microindustrias agrícolas con el turismo son el corazón de una saludable economía. A quien le genere escepticismo el potencial de una economía sostenida por productos de la tierra, la cultura ligada a ellos y una bien cuidada marca país (o denominación de origen, que es otra variante de lo mismo), le servirá saber que las ventas de un solo producto, de un solo cultivo, de una sola región en Francia del tamaño de la provincia de Loja —el coñac— significan US$ 4,1 mil millones, más del doble que nuestras exportaciones mineras. Y el que diga, “ah, pero es que el coñac es el coñac”, es porque no ha probado el escurrido del cacao o la chucula de morete.

Está equivocado, sin embargo, quien piense que las posibilidades de este país orientado hacia su diversidad biológica y cultural se limitan al campo y requieren un retorno a la ruralidad. Una manifestación urbana y cosmopolita que despierta creciente interés es la nueva gastronomía ecuatoriana, cuya base es la recuperación y reinterpretación de la agrodiversidad y del conocimiento tradicional, tanto de la sabiduría indígena como la de las abuelitas mestizas y montuvias. Por todo el territorio hay interesantísimos proyectos más o menos conocidos, llenos de mística y afán de experimentación. La fundación Bocavaldivia, con su “bosque comestible”, en Puerto Cayo; el restaurante escuela Iche, en San Vicente de Manabí, la picantería Salnés y sus programas de capacitación de campesinos, en Quito; o el restaurante Dos Sucres, que hace parte de la efervescente escena culinaria de Cuenca. Muchos tienen una productiva simbiosis con las comunidades con las que trabajan.

Para entender las posibilidades de este rubro, recordemos que en Perú, nuestro vecino que ha sido protagonista de la más notable revolución gastronómica de las últimas décadas, se estima que el turismo gastronómico genera la friolera de US$ 7,5 mil millones al año. Más importante, el 39 % de peruanos cree que su cocina es la principal razón de orgullo nacional.

En la música ecuatoriana actual también hay una diversificación de propuestas que se nutren y conversan con lo que sucede en otras latitudes, pero que se arraigan en las tradiciones y la naturaleza del país más que lo que hizo nunca la llamada “música nacional” (ETI 118). De igual manera, la arquitectura nacional se ha visto revitalizada con el influjo de estudios y colectivos que se inspiran en materiales locales y conocimiento tradicional para repensar nuestros habitáculos, con entrañables resultados. De la literatura se puede decir otro tanto, en especial de la literatura infantil. A partir del acervo oral popular y el redescubrimiento de nuestra flora y fauna, han aparecido un sinnúmero de editoriales, escritoras e ilustradores —Gabriela Alemán, Leonor Bravo, la revista Elé, Alfonso Toaquiza (ETI 128), Marco Chamorro, Santiago Páez, Sozapato, María Fernanda Heredia, Mónica Varea, Roger Ycaza y Alice Bossut, Manthra, Juana Neira, Girándula, para mencionar solo algunos— que con lindísimos libros en los que nuestros guaguas pueden reconocerse colman las estanterías en que antes solo habitaban lobos, cuervos y pálidos niños con pantalones tiroleses.

Más allá de estos ejemplos sectoriales, está comprobada la correlación positiva entre la creatividad, tan importante en la economía del conocimiento que ahora manda en el mundo, y la diversidad cultural. Es fácil imaginarse cómo la creatividad puede nutrirse de una identidad ligada a la biodiversidad. ¿Qué es más innovador, al final, que la evolución?

Y no es necesario imaginárselo; la fama de país biodiverso y preocupado por el ambiente que tiene Costa Rica fue instrumental para que la corporación Intel implante ahí uno de sus principales centros de investigación y elaboración de procesadores, lo que ha atraído otras inversiones en tecnología.

El pintor secoya Ramón Piaguaje combina su virtuosismo con un profundo conocimiento del bosque en una obra de reconocimiento mundial. Foto: Andrés Vallejo

Es que estas economías ligadas a la diversidad, la creatividad, el conocimiento, a la innovación social, atentas a los recursos de las que dependen, proclives a la tecnología apropiada, con una mística generadora de valor agregado y asentadas en las capacidades locales son todo lo contrario que el extractivismo, que genera conflicto social, una disposición rentista y clientelar que obstruye la confianza en las propias capacidades y que no puede sino contaminar de su violencia, baja autoestima y mala imagen a todo lo que surge de sí.

No es solo que el pilar de la economía nacional se ha asentado por cincuenta años en el etnocidio y ecocidio amazónicos. Todo lo demás adquiere esa forma. Las iniciativas no se enfocan en crear riqueza, sino en captar los recursos estatales canalizados como subsidios y contratos.

Por añadidura, hay una base ideológica de frontera en que todo es desechable, destinado a ser agotado para repetir el ciclo más allacito. Nuestra agricultura es extractivista, pues se basa en el agotamiento y contaminación del suelo, la explotación laboral (ETI 120) y la ampliación de la frontera de deforestación. Nuestro desarrollo urbano es extractivista, pues devora las mejores tierras agrícolas, el siguiente barrio, la siguiente playa (ETI 69) o hasta el último resquicio de predios patrimoniales como el del Hotel Quito. Nuestro turismo es extractivista, si no, constatemos la tragedia de Galápagos (ETI 96). La necroeconomía de la coca es solo la más reciente frontera de este vampiro.

Nos suelen decir, ¿por qué contraponer estos dos modelos? La minería y el petróleo nos ayudarían a “dar el salto”. ¿No podríamos combinar la “minería responsable” que nos propone la propaganda minero-estatal con este país construido desde abajo con base en nuestras peculiaridades naturales y culturales? Al fin y al cabo, el propio Benjamín Carrión, al tiempo que abogaba por la cultura, reclamaba:

Rasguñar esta tierra con nuestras uñas afiladas para hacerle que nos entregue sus tesoros. Para que sean pan para nosotros y balas para los agresores. Que le hallemos todas sus fuentes de petróleo, motor máximo del mundo. Que nos entregue su oro: el de Portovelo, el de Macuchi, el de los ríos... (75)

Fuera de que eran otros tiempos, el problema es que los dos modelos no son compatibles. Y ese es, quizá, el más grande de todos los enormes pasivos que no entran en la contabilidad fabulosa con la que nos venden el extractivismo (ETI 131): todas las posibilidades prometedoras que avasalla y todos los caminos alternativos que proscribe.

Se han ensayado algunas explicaciones para la narcoviolencia que nos abruma: la dolarización, la desmovilización de la guerrilla colombiana, la anuencia con la corrupción y el narcotráfico a partir del gobierno correísta, la creciente demanda global de cocaína... Todas son válidas. Han operado, sin embargo, en un sustrato favorable: la dislocación socioambiental y de las economías locales que ha traído el extractivismo.

El puchero de Pachi Calisto, sopa en base de pecho de res y una afortunada combinación de frutas y legumbres. Es en las sopas donde la biocultura ecuatoriana alcanza su gloria. Foto: Andrés Vallejo

El desplazamiento, proletarización precaria, aculturación forzada, destrucción del kawsak sacha o bosque viviente, sometimiento militar y contaminación del ambiente en las comunidades amazónicas. La devastación de los bosques y ríos esmeraldeños para dar paso a la palma africana (como antes el monocultivo de banano devastó los bosques y comunidades del resto de la Costa). La destrucción camaronera de los manglares, que además de sostener a cientos de comunidades, eran los lugares de reproducción para las pesquerías (ETI 67). Ahora esas pesquerías están por colapsar por el efecto combinado de la desaparición del manglar y la sobreexplotación industrial, lo que ha empujado a miles de pescadores a las economías criminales (ETI 127).

Es difícil establecer causas unívocas en procesos tan complejos, pero el ajustadísimo solapamiento del mapa de la violencia (que incluye, recordémoslo, el asesinato de ambientalistas populares y líderes comunitarios) con el de estos territorios sacrificiales y con las ciudades receptoras de sus desplazados no es coincidencia.

También existe una incompatibilidad de imagen: a un exportador de chocolate orgánico de Mashpi se le hace mucho más difícil colocar productos con la misma denominación de origen que el holocausto ambiental de la Chevron-Texaco. Y no volverá quien viajó miles de kilómetros para conocer el legendario Yasuní y le den la bienvenida las descomunales barcazas petroleras que ahora surcan el río Napo.

Por otro lado, nuestro pequeño y arrugado país no puede apostarle a la agricultura extensiva de exportación, cuya competitividad depende de economías de escala que requieren vastas extensiones. Nos involucramos en inganables guerras de precios donde siempre se raspa el fondo de la explotación laboral y la degradación ambiental (por no hablar de la esquilmación del erario público a través de rescates y subsidios). Décadas de camarón, banano, palma, aparte de unas pocas grandes fortunas, solo han dejado pobreza y marginación. No son una salida viable al inminente fin de la era petrolera. Tampoco servirán para restablecer el contrato social, hoy por hoy en soletas.

El Ecuador potencia biocultural, en cambio, permite imaginar una economía diversificada con productos de alto valor agregado elaborados de manera sostenible, dirigidos a nichos globales especializados y al mercado nacional. Muchos productores, beneficiarios de las condiciones locales, de su biodiversidad y del conocimiento que de ellas circula en redes regionales.

Sin embargo, estas economías requieren del entorno ecosocial adecuado para surgir y florecer. Además de una base de recursos apropiada, se alimentan de la confianza; de una mística que podríamos llamar artesanal, incluso para lo industrial; de experimentación tecnológica e innovación social; de tesón, paciencia y un horizonte a largo plazo. Muchos de aquellos gérmenes que reseñamos más arriba están ahora amenazados por el embate minero. Energías y esfuerzos que podrían contribuir a su desarrollo se consumen en la resistencia y el conflicto social. Cuando esa resistencia se rompe, a menudo se impone la ética del dinero fácil en la corrupción, el rentismo o la economía ilegal


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Andrés Vallejo Espinosa es biólogo por la PUCE y tiene una maestría en Ambiente y Desarrollo por la universidad de Cambridge. Es editor general de Ecuador Terra Incognita. eti@tutamail.com




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