N° 24 julio - agosto de 2003
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Por Julio Pazos B.
Ilustración: Pancho Cordovez

Uvillas


Menos mal que todavía estamos en la etapa de transición, es decir, del tránsito de la vida agraria a la vida urbana. Esta situación ha impuesto algunas prácticas consideradas tradicionales en ámbitos urbanos. A saber: centros culturales, salones de la Cancillería, salas de ministerios y universidades, refectorios de conventos y monasterios, museos, cines, etc. Pero las prácticas aludidas solo tienen que ver con bocaditos y alguna bebida. Es frecuente encontrarse con diminutas humitas, mínimos tamales, empanaditas de morocho, pedacitos de fritada, tortillitas de maíz, empanaditas de viento. Por cierto, y por aquello de la globalización, no dejan de introducir sushi, mousse de salmón o de albahaca, piernas de pollo brosterizadas y otras cosas, de modo que el resultado es impresionante y sólo comparable con el de los convites de los últimos años del Imperio Romano.

Mas ocurre que las estrellas de estos ofrecimientos son uvillas bañadas con chocolate. Caprichosa combinación de dos productos nativos. Todos sabemos que el chocolate era una bebida que los aztecas servían en vasos de oro y plata, como dice Bernal Díaz del Castillo. Según el cronista y por averiguaciones que hizo, bebían el chocolate amargo por sus propiedades afrodisíacas. Esta fama acompañó al chocolate por las tierras de Europa y nunca fue considerada asunto despreciable.

Los europeos añadieron al chocolate azúcar y vainilla, esencia esta última de raro y delicioso sabor. Más tarde aparecieron los bombones y hoy en día se dice que el chocolate evita los males del corazón. Las uvillas se dan en climas templados, entre 1.800 y 2.000 metros. En la actualidad se las exporta y tal vez por esta razón han adquirido prestigio en los ámbitos mencionados. Absolutamente esféricas, muy brillantes y del color del oro viejo, las uvillas se hunden en la oscura misa que se mantiene suelta en baño de maría.

Pero no se crea que las uvillas fueron ignoradas en otros tiempos. Se conserva una receta de Dolores Gangotena, escrita en la década de 1880, que es el conejo con uvillas. Iniciativa deliciosa y a tono con el sistema hacendario de la Sierra que todavía se mantenía con cierto decoro. Iba muy bien el conejo despresado, macerado en vinagre y luego cocido con tomates y cebollas al que se añadían las uvillas. El potaje se matizaba con el ligero sabor dulzón y algo agrio de las uvillas. En los cien años siguientes las uvillas fueron silvestres, como siempre lo fueron. Crecían en cualquier lugar del huerto, al borde de los maizales, entre los surcos. Alguien habló de la humildad de las uvillas. De feria en feria se las encontraba a la venta en pequeños canastos de carrizo o en canastas de totora. A la mesa iban sencillamente lavadas, y no como postre, sino como pasatiempo. Nunca se les atribuyó propiedades purgativas ni se dijo que fueran buenas para quitar el espanto a los niños. Su humildad fue tanta que hasta sirvieron para insistir en el prejuicio racial que, en su caso, ya no fue soterrado. A tanto llegó su humildad, pero también su radical pertenencia a la tierra, que la gente decía: las uvillas nacen donde orina un indio.

En las recepciones, cuando las uvillas con chocolate pasan, hay como un deslumbramiento. Dejan de hablar los invitados y prefieren saborearlas. ¿Qué es esto?, se preguntan, y vuelven a consumirlas. Nadie hablaría mal del Gobierno si en todos los lugares se ofrecieran uvillas bañadas en chocolate.



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