N° 53 mayo - junio 2008
 
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El cedro y la caoba se extraen de la Zona Intangible a vista y paciencia de las autoridades. La tala ilegal constituye la principal amenaza para la vida de pueblos sin contacto que habitan en la amazonía ecuatoriana.


por Milagros Aguirre


Luis Mariano Castellanos, un colono de 37 años, murió con lanzas clavadas en su cuerpo el 1 de marzo de 2008. Estaba, junto a sus compañeros, aserrando cedro por el río Rumiyacu. Unas semanas antes, la prensa y los funcionarios se conmovían con la historia de que nueve miembros de un clan taromenani habían sido muertos por disparos madereros. Esa historia no se pudo comprobar. Pero es historia repetida…


El 12 de abril de 2006, dos madereros fueron atacados mientras aserraban un tronco en el Cononaco Chico. Uno de ellos, William Angulo, murió con nueve lanzas clavadas en su cuerpo. El otro, Andrés Moreira, quedó herido. En agosto de 2005, otro maderero, Efrén España, murió con más de treinta lanzas en su cuerpo, en el mismo lugar. En el 2003, un asalto perpetrado por nueve waorani bien conocidos y empujados por los intereses madereros, acabó con la vida de veintiséis mujeres y niños de un grupo no contactado, los taromenani. Los pueblos no contactados, ocultos o en aislamiento voluntario, sobreviven al asedio constante de madereros y picatroncos que ingresan a su territorio, cortan sus árboles, los ensordecen con el ruido de las motosierras y los someten a una guerra de-sigual: lanzas contra escopetas.


Al menos doce campamentos madereros están instalados a lo largo del río Shiripuno, en el corazón del Parque Nacional Yasuní, Área Protegida, Reserva Mundial de Biosfera y Zona Intangible. Provistos de enormes tanques de gasolina, de comida (latas, arroz, azúcar, fideos), de armas (escopetas y a veces pistolas), machetes, motosierras y hasta mulas, los picatroncos surcan los ríos orientales en canoas de gran calado en viajes de doce o quince horas hasta encontrar algún sitio en la ribera donde instalarse. La tala se hace ya no en las riberas sino selva adentro.
Cada cuadrilla incluye motorista, varios motosierristas, al menos dos cocineros, oficiales y jefes. Entre doce y veinte personas integran cada campamento. Luego, en grupos casi siempre de tres personas, “montean” (se internan en el monte) hasta encontrar el árbol que van a tumbar.


En la tarea de aserrar no hay horarios. Las cosas dependen del día, del sol o de la lluvia y de la suerte de encontrar pronto el árbol de-seado. Y así como hay días en que cada motosierrista hace entre sesenta y cien tablones, hay días en que pasan caminando monte adentro hasta encontrar el “oro rojo”.


Cuando ya encuentran al árbol prenden las motosierras y no se detienen, lo tumban y luego lo rebanan como se hace con el jamón, y dan forma a los largos y gruesos tablones. Suelen llevar en una olla el almuerzo (arroz con atún o con sardinas) y comer junto al palo que están cortando, para no perder tiempo. Quien más tablones haga, más dinero recibirá el final de la jornada.


Cuando tienen ya las tablas, que son de un tamaño reglamentario, las “cubican” y les atan sogas de colores o nudos distintos para marcar la madera que cada uno aserró, en un sistema en el que, a la vez que todo es de todos, nadie se hace de la madera de otro. Una vez que están listos los alijos los botan por “caños” (riachuelos más pequeños) hasta que la corriente se los lleve al río grande.


Cada grupo de trabajo tiene un sobrenombre que los identifica, venido del apelativo que tiene el contratista: “Los Pura Ropa”, “Los Chamuscados”, “Los Manabas”, como si cada cuadrilla fuera un equipo de fútbol. En la vida de campamento nadie se salva de que le coloquen un alias, un divertimento en medio de la jornada de trabajo: El Bacán, Margarito, El Búfalo, Rambo, Cocoliso, El Colorado, El Puerco… A ellos los une no solo la amistad o el trabajo… los unen lazos familiares y de parentesco: el tío que lleva al sobrino, el padre que lleva al hijo, los parientes que llevan a los parientes, primos, cuñados, sobrinos, entenados…


En la operación maderera no hay contratos porque “en el río solo vale la palabra de uno”, como recalcan una y otra vez los trabajadores de la madera. Así, el jefe o patrón se encarga de conseguir el combustible, la canoa y la comida para las distintas cuadrillas y pacta con motosierristas la forma de pago, sin contrato alguno.


Un obrero puede ganar por avance, por jornal o por pieza aserrada, asunto que depende de un complejo entramado y de unas jerarquías más complejas aún. Por avance, el aserrador recibe entre veinte y veinticinco centavos de dólar por pieza y su paga depende de cuántas piezas logre aserrar.


En el trabajo por jornal, en el que intervienen no solo aserradores sino motoristas, cocineros o cargadores, la paga es de diez dólares diarios. Por pieza aserrada, donde intervienen aquellos que tienen motosierra, la paga es de un dólar cincuenta centavos o dos dólares por cada tablón de cedro, dependiendo de donde sea la entrega: si en el sitio del corte, balseada en el río, o en el puerto. Es decir, apenas el 7% de lo que se paga por la madera en Colombia.


El de la madera es el negocio de la miseria. Hombres-esclavos que viven la ley de la selva y que para sobrevivir no dudan cuando tienen que devorar al pequeño; eslabones de una larga cadena a la que permanecen atados por necesidad, chantajes e impagables deudas, tratos oscuros y ofertas de riqueza que nunca llegan.


Los obreros son una suerte de esclavos de los contratistas. Nunca reciben la paga completa y menos aún a tiempo. Antes, deben esperar que el contratista venda la madera. Y para ello, primero, el contratista debe sacarla del puerto.


Si el obrero necesita motosierra, el patrón se encarga de venderle una y descontarle de lo que le debe, con lo que tiene garantizada la mano de obra al menos hasta que el obrero termine de pagar su herramienta de trabajo. Y le ofrece otras cosas: teléfonos celulares, armas o electrodomésticos. Así, la deuda crece y se vuelve impagable, de tal suerte que solamente se puede cancelar con más trabajo.


Lo mismo sucede con los dineros que se requiere para entrar al corazón del Parque. El contratista se hace cargo de los gastos de la operación maderera: la gasolina necesaria y la comida. Luego, al vender la madera, les descuenta a los jefes de cuadrilla la parte que les corresponde de la incursión.


En Coca todos saben cómo funciona el negocio. A los cedreros, que son fulano, sutano, mengano y perencejo, se los conoce bien y los nombres los tienen los propios funcionarios del Ministerio del Ambiente que trabajan en la zona (al menos veinte comerciantes de cedro aparecen con nombres propios en los documentos de retención y remate de cedro en Orellana).


Todos saben también quiénes son los motosierristas, los aserradores, algunos de los contratistas. Todos saben que la madera se carga en el puente del Shiripuno y que aquella que se queda, se guarda en la bodega que todos conocen y que cuesta veinticinco dólares diarios.


En este negocio todos reciben su parte. Por eso los madereros siguen entrando. Y seguirán cortando el cedro del territorio en el que habitan los tagaeri-taromenani sin importarles siquiera que allí fueron lanceados y muertos, entre el 2005 y 2008, cuatro compañeros suyos. Porque ahí la vida no importa. El lema suyo parece ser “Si muero, muero, pero trabajo. Si no trabajo… igual muero”.


El contratista de una cuadrilla gasta al menos 1 500 dólares para la expedición en busca del cedro en gasolina, aceite de ligar, víveres y comida que requiere para la empresa. La cuadrilla permanece veinte días en la selva y cada aserrador hace entre sesenta y ochenta tablones diarios. Un flete de un camión, desde el puente del Shiripuno hasta Tulcán, cuesta seiscientos dólares.
Pero los gastos no quedan ahí: el contratista tiene que prever otro gasto: el de las coimas y sobornos para evadir los controles.


Cuando esa madera llega a Quito (a los aserraderos de Tumbaco y Pifo) su costo asciende a siete dólares. En Tulcán se vende a catorce dólares el tablón. En Colombia pagan el doble: treinta dólares por tablón o 22 mil pesos colombianos por cada pieza de una pulgada de espesor.


No hay comerciante de madera en Coca al que pueda considerársele “rico”. Nada de palacios ni mansiones ni casas con piscina; a lo mucho, solar propio, alguna pomposa motocicleta, teléfono celular, gafas oscuras, televisión y DVD. Mucha gente pobre, trabajando sin horario, sudando la gota gorda, partiéndose el lomo para ganarse el pan de cada día, para tener algún dinero circulante que le permita sobrevivir. En el complejo y enmarañado negocio solo puede ganar el último eslabón de esta cadena (ver Ecuador Terra Incognita no. 12).


Lo mismo que sucede en el río Shiripuno sucede en los otros ingresos al Parque Nacional Yasuní. Los cedreros trabajan en el Tigüino, en el Tiputini, en el Aguarico, con el mismo modus operandi. Para entrar, hacen tratos con los waorani: les pagan dos dólares por tablón. Los waorani, desde que dejaron de ser “salvajes” necesitan dinero para sobrevivir. Los madereros no solo que pagan por entrar al Parque sino que les dan otros beneficios: bombas de agua, generadores, motores, gasolina.


Algunos van con cierta ingenuidad en busca del cedro amargo. Para ellos, como para muchos otros colonos, la selva es tierra de nadie, territorio a conquistar, terreno baldío… Por supuesto, hay quienes sí saben a dónde van. Han visto huellas, caminos, lanzas cruzadas y palos cortados que indican que por ahí andan los “patas coloradas”, como se conoce a los waorani montaraces. Alguno hasta encontró alguna vez, mientras “monteaba”, una choza grande, pero vacía, que estaba antes de la bocana del Shiripuno y el Cononaco Chico.


A los contratistas no les amedrenta nada, ni las lanzas de los tagaeri-taromenani ni lo que puedan hacer las autoridades. No les importa que la zona sea protegida porque saben que nadie impedirá su presencia. “Llevamos más de cinco años trabajando en la zona y no hemos tenido ningún incidente. No creímos que iba a pasar nada. Además teníamos la protección de Manuel Huane (wao), entramos con su permiso y con su protección”, dice uno de los comerciantes de Coca para quien “los operativos son solo propaganda”.


Las autoridades, en Coca y Quito, están al tanto del problema. Han sobrevolado la zona, han comprobado la existencia de la tala ilegal e incluso han decomisado contenedores con cedro y caoba provenientes de la amazonía, en el puerto de Guayaquil, listos para su exportación. Hasta ahora nada efectivo se ha hecho por controlar la zona. Cada rumor, cada incidente, cada muerto, valen para sellar compromisos de protección


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