N° 49 Septiembre - octubre 2007
SECCIONES

inicio
archivo
suscripción
quiénes somos
índice
segmentos fijos


ÚLTIMO NÚMERO

contenido


CLUB DE
SUSCRIPTORES


suscripción
museos socios

CONTACTO

 

 

Foto Karla Gachet e Iván Kashinsky
José es uno de los mayores en Kuankus. Sabe hacer tzantzas pero dice: "No hay por qué hacerlas porque ya no hay enemigos.

Viaje fantasmal por territorio shuar

Texto Manuela Botero

Desde antes de llegar todo parecía imposible. Las aplastantes nubes grises que se descolgaban desde la cordillera del Cóndor hacia la planicie amazónica no dejaban aterrizar a la avioneta en el aeropuerto de Macas. Después, cuando llegamos, todo seguía siendo incierto: no había parado de llover en una semana y era imposible adentrarse en territorio shuar. Ni con avioneta, ni a pie, pues todos los ríos estaban crecidos y se habían ido algunos puentes. Además, se requería un permiso especial de la autoridad del Consejo de Gobierno Shuar Arutam (CGSHA), la que tiene los títulos de propiedad colectiva de este territorio, que comprende aproximadamente 220 mil hectáreas en la provincia de Morona Santiago.

Primera sorpresa: ¡un pueblo amazónico donde se habla con acento cuencano! Esta imagen de un shuar, vestido con ropa liviana y hablando tan serrano, me resultó desconcertante hasta el final. Tratando de hacer milagros con el tiempo del que disponíamos y las posibilidades que daba la madre natura, decidimos emprender el viaje de Macas a Sucúa y de ahí hacia Yukiantza. Y luego, caminando “tres horitas”, hasta Kuankus (Coangos en español), población en la que las autoridades iban a realizar una reunión de “socialización” con sus “administrados”.

Con la recomendación de nuestros enlaces de la Fundación Natura, Raúl Petsain, presidente de la CGSHA, fue generoso en darnos el permiso para ingresar a este territorio colectivo poblado por cerca de 1 200 familias, y designó a Galo Kuja para que nos acompañara. La mañana siguiente (sábado), tomamos un taxi y llegamos al mercado de Yukiantza. Allí estaba Segundo Calle, un azuayo vendedor de “variedades”, quien desplegaba con esmero su mercancía: una decena de jeans descaderados con encajes brillantes o rotos hechos adrede, unas puperas, y sobre la mesa, películas de Barney, el Gato Félix, jabones, cuchillas de afeitar, toallas sanitarias, pilas y esferográficos (de estos tres últimos ítems, vendió algunos al fiado).

Desinteresadas frente al despliegue del mestizo, las pocas shuar que iban llegando se sentaban al otro lado del galpón, observaban, e intercambiaban gestos monosilábicos de comentario con sus hijas adolescentes, que siempre llevaban un bebé a cuestas sobre el lado del corazón (no en la espalda, como en la Sierra).

La estática escena comenzó a alterarse con la aparición de Marco Espinosa, funcionario del Ministerio de Educación que trabaja como profesor en Santiago (cantón Tiwintza), quien viaja a Yukiantza todos los miércoles y sábados para realizar actividades diferentes de la docencia: comprar oro obtenido por los lugareños en las playas del río Zamora. Una proveedora incondicional es Blanca Rosa Pujupat, madre de 10 hijos –dos varones, explica– y abuela de 13 nietos. Este sábado trae tres gramos conseguidos entre ella y sus dos vigorosas hijas en un día de trabajo (bateada y luego el paso por el canalón). Cuando llega su turno, se saca del brasier una pequeña bolsa de plástico de la que extrae a su vez un papelito roto que extiende al profesor-comerciante de oro. En el quiebre del papel se ven unos granos dorados insignificantes gracias a los cuales ella sale con 35 dólares y sonríe. “Es para comprar ropita, grano, remedio”, dice. Su vida parece solucionada por unos días. Una vez resueltas las demandas del mundo externo, podrá dedicarse a la siembra de plátano, yuca y papa china, mientras su esposo, Gabriel Ampam, mata sahinos y guatusas para alimentar las 25 barrigas que viven bajo su techo.

 

 

 

 




Lee más en la edición impresa.
¡SUSCRÍBETE!


inicio - archivo - suscripción

CONTENIDO REVISTA 49



hh