Arenapupo,
sí guambrito, naciste en Riobamba y
un arenapupo serás. Así
fui identificado en mi niñez, en la
década de 1970, pues esa era la manera
como antiguamente se conocía a quienes
habíamos nacido en la Sultana de los
Andes hasta antes de la llegada del asfalto.
Sin duda, nada lejos de la realidad, ya que
con excepción del centro de la ciudad
que estaba adoquinado con grandes piedras
rectangulares de tonos grises y blancos, el
resto de las calles de la urbe eran polvorientas,
lo que se reflejaba en más de un ombligo.
En mi niñez fui testigo del cambio
de la ciudad. Llegó el asfalto y con
éste los aires de modernidad. Así
empezó un auge por construir piletas
luminosas en varias avenidas que engalanaban
su joven carpeta asfáltica. Fueron
al menos seis fuentes de agua que bellamente
decoraban la ciudad y eran motivo de distracción
y orgullo de los riobambeños. La consabida
sal criolla no tardó en aparecer y
propuso que ya no deberíamos ser identificados
como arenapupos, sino como pilamungas.
Estos aires de modernidad trajeron cambios
no siempre buenos. Con la idea de renovar
la ciudad, se derrocó la antigua tribuna
del Estadio Olímpico. Un bello edificio
único en el país, de principios
del siglo XX, que fue considerado viejo y
obsoleto; en su lugar se levantó una
estructura de cemento que puede ser encontrada
en cualquier estadio paupérrimo de
cualquier ciudad pobre del planeta.
En aquellos años de escuela, el estadio
de fútbol de la ciudad había
recibido el sobrenombre de “Maracaná”
o “el estadio más grande del
mundo”, ya que a pesar de su capacidad
menor a diez mil espectadores, nadie podía
afirmar si en alguna ocasión se llenó
de público. Eran años donde
no había fútbol profesional
en Riobamba: el equipo de la ciudad, el Olmedo,
más que un ídolo de multitudes
por sus campañas deportivas, era un
compañero silencioso del paso de la
ciudad, ya que desde su fundación como
club deportivo en 1919, convivía con
sus habitantes, aunque muy pocos lo habían
visto jugar un partido oficial. Despertar
con un cielo despejado, rodeado de cinco montañas
cubiertas de nieve, era lo cotidiano. Contemplar
desde la terraza de la casa de mis padres
las tres cumbres del Chimborazo o la caldera
del Altar era tan normal como la llegada del
día y la noche. El frío de Riobamba,
en especial a primeras horas de la mañana,
cuando caminaba con mochila al hombro rumbo
al colegio, era parte de mi vida.
En aquellos años, visitar alguno de
los mercados de la ciudad en un día
sábado cualquiera no me despertaba
más admiración que la aglomeración
de gente y sus quejas por los precios altos.
Años en los que los niños solíamos
jugar en alguno de los únicos cuatro
ascensores que habían en la ciudad,
mientras éramos perseguidos por malhumorados
conserjes. Los estudios universitarios me
obligaron a mudarme a la capital tan pronto
terminé el colegio. Han pasado 17 años
desde entonces, período en el cual
he regresado a mi lugar natal cada vez en
menos ocasiones y por menos tiempo.
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No 34 de ECUADOR
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