N° 31 Septiembre - octubre de 2004
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Texto Jorge Erazo Verdesoto
Foto Pablo Cervantes

El último Caspicara

Uno de sus mejores obras: el dios Baco. Su pripio cuerpo desnudo le sirvió de modelo.

Permanecía sentado en una silla tallada y finamente decorada en pan de oro. Tenía la sensación de que muchos ojos me miraban y con un cosquilleo me recorría por todo el cuerpo. Estaba emocionado e inquieto por descubrir cada rincón de aquel sencillo taller semejante a un santuario. Era el taller de Alfonso Rubio: El último Caspicara*.

Múltiples esculturas de santos atribuidas a los legendarios Caspicara, Legarda, Montañes, a las escuelas quiteña, cuencana y sevillana, bastante deterioradas, esperaban a que la magia de Alfonso Rubio las “vuelva a la vida”; lo propio ocurría con obras de Miguel de Santiago o Samaniego; todas iban a ser restauradas por el gran maestro quiteño del siglo XX: el artista que maneja las técnicas plásticas como lo hicieron sus predecesores de la época colonial.

Necesité mucho tiempo para comprender al maestro Rubio, que a sus 74 años conoce suficientemente el comportamiento de los hombres como para no confiar en ellos; con una leve sonrisa recuerda cada promesa incumplida y la lección que aprendió: en el Ecuador las becas no son para los pobres.

En 1941, su padre, Marco Tulio Rubio, reconocido artista imbabureño, preparaba un lienzo para que su hijo de apenas 11 años de edad lo pintara. Siete días bastaron para que el pequeño Alfonso termine la obra llenándola de color; el cuadro fue bautizado como “La Virgen de la Silla”.

En 1944, a la edad de 14 años, viajó a Ipiales (Colombia) al taller del maestro Julio Luna, quien, al ver los dotes del joven artista ecuatoriano, le encomendó la elaboración de un busto de tamaño natural (en madera de cedro) de uno de los hombres más notables de la historia liberal colombiana, el Doctor Jorge Eliécer Gaytán1.
Posteriormente decide viajar a Bogotá, donde es acogido por el maestro francés Juan Fleurí, el mismo que le encarga realizar dos dibujos de Adán y Eva antes y después del pecado; aplicando todos sus conocimientos demoró tan solo medio día en terminar los dos cuadros (cada uno de 70 x 50 cm). Fleurí quedó muy impresionado y lo ayudó a ingresar en la Facultad de Bellas Artes en la Universidad del Cauca, en Popayán.

En aquella universidad permaneció durante 4 años como alumno oyente. No podía regularizar su estado porque la universidad le exigía el titulo de bachiller y él aún no lo tenía. Alfonso, junto a su maestro, realizó varios trabajos de restauración, tanto en conventos como en iglesias de Popayán, Gachalá y Sipaquirá.
Elevando su mirada como atrayendo más recuerdos dice con voz quebrantada: fueron años de mucho sacrificio y estudios fuertes, alguna vez no tuve qué comer, pero a pesar de todas las dificultades también fueron años de mucha utilidad de aprendizaje.
En 1951, retorna al Ecuador, ubicándose en el taller del maestro Rodrigo Cerón, en las calles Loja y Pontón, del barrio San Sebastián (Quito), perfeccionándose en la escultura y la restauración.

La emoción se reflejaba en su rostro mientras me platicaba que a los 22 años talló una de sus mejores obras. Su propio cuerpo desnudo le sirvió de modelo. Para lograrlo utilizó cuatro grandes espejos y mucha paciencia, sus mágicas manos dieron vida a esta gran obra a la que más tarde llamó “El dios Baco”.

Lee el artículo completo en la edición No 31 de ECUADOR TERRA INCOGNITA

 


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