N° 26 Noviembre - diciembre de 2003
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Por Carmen Haro y Ramiro Ruiz
Foto Fundación Raíces/Museo de las Culturas

Amasando la Tierra

Modelando y cordelando las vasijas de barro, una tarea que no termina nunca, que morirá solo cuando la misma tierra deja de existir.

En la antigüedad el hombre de América se dio cuenta de que podía amasar la tierra y darle forma y cuerpo. Entonces, aprendió a elaborar objetos para guardar maíz, quinua, chochos, cocinar sus alimentos y fermentar chicha. Y sin querer, descubrió que esos objetos podían representar sus pensamientos y creencias y convertirse en símbolos de su cultura.

Han pasado varios miles de años desde entonces y el hombre no ha olvidado la herencia de sus antepasados. La alfarería, arte de trabajar objetos en barro, se ha constituido en una de las expresiones de la cultura más importante de muchos pueblos.

Cotacachi, un pueblo asentado al norte de la cordillera de los Andes, conserva esta herencia. El hallazgo de algunas piezas de cerámica demuestran que existieron sociedades que trabajaban el barro para elaborar objetos con funcionalidad ritual y doméstica.

Expertos opinan que las piezas encontradas en la zona son evidencias arqueológicas que pertenecen al período de Integración (800-1500 años d.C.) lo que hace suponer que el trabajo de alfarería fue significativo.

La tierra suave sostiene a la tierra dura

En la actualidad existen dos comunidades indígenas que conservan esa herencia cultural, Tunibamba y Alambuela.

Las mujeres han preservado el conocimiento cultural generación tras generación. Mama Hortensia Taya, alfarera de Tunibamba, dice: “La alfarería fue trabajo de hombres, después de hombres y mujeres, ahora trabajamos solo mujeres. Todo sirve: la tierra negra (yana alpa), la tierra blanca (yurak alpa), la tierra roja (puka alpa), la tierra amarilla (killu alpa); el agua, el aire, el fuego, el calor, el frío. La tierra suave y dura se mezclan en partes iguales.
El aire, el agua y el fuego se juntan poco a poco. Así se complementan para que aguante”. Rosa María Morales, maestra alfarera de la comunidad de Alambuela, comenta: “La alpa mama regala estas tierras que vamos a minar en su vientre. La tierra con la que se hacen las ollas nunca desaparecerá. Siempre habrá. Morirán los que trabajan, pero la tierra nunca morirá”.

A estas tierras hay que descubrirlas en la profundidad de los peñascos y quebradas; por eso, hacia allá caminan las alfareras. Saben muy bien donde se encuentran. Hay tierras que se parecen por el color pero no son las que buscan. La tierra de las ollas es dura para minarla. A pesar de la experiencia, cuando la encuentran, la prueban con su lengua, deben sentirla dulce, y con sus dedos pegajosa. Si es así, hallaron la tierra, y si no, hay que seguir buscando.

El trabajo de la alfarera comienza minando la tierra. Abren con mucho cuidado un camino en la peña. Recogen la tierra con delicadeza y la guardan en un lugar de la casa. “En días de sol la secamos y desmenuzamos a golpes”, dice Mama Rosa María Morales. Y continúa “la molemos hasta que quede muy fina. Cernimos, limpiamos de toda suciedad, y mezclamos las tierras duras y suaves. La tierra roja es fina y suave. La blanca y la negra son tierras duras y fuertes.

Lee el artículo completo en la edición No 26
de ECUADOR TERRA INCOGNITA

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