En la antigüedad el hombre de América
se dio cuenta de que podía amasar la
tierra y darle forma y cuerpo. Entonces, aprendió
a elaborar objetos para guardar maíz,
quinua, chochos, cocinar sus alimentos y fermentar
chicha. Y sin querer, descubrió que
esos objetos podían representar sus
pensamientos y creencias y convertirse en
símbolos de su cultura.
Han pasado varios miles de años desde
entonces y el hombre no ha olvidado la herencia
de sus antepasados. La alfarería, arte
de trabajar objetos en barro, se ha constituido
en una de las expresiones de la cultura más
importante de muchos pueblos.
Cotacachi, un pueblo asentado al norte de
la cordillera de los Andes, conserva esta
herencia. El hallazgo de algunas piezas de
cerámica demuestran que existieron
sociedades que trabajaban el barro para elaborar
objetos con funcionalidad ritual y doméstica.
Expertos opinan que las piezas encontradas
en la zona son evidencias arqueológicas
que pertenecen al período de Integración
(800-1500 años d.C.) lo que hace suponer
que el trabajo de alfarería fue significativo.
La tierra suave sostiene a la tierra
dura
En la actualidad existen dos comunidades indígenas
que conservan esa herencia cultural, Tunibamba
y Alambuela.
Las mujeres han preservado el conocimiento
cultural generación tras generación.
Mama Hortensia Taya, alfarera de Tunibamba,
dice: “La alfarería fue trabajo
de hombres, después de hombres y mujeres,
ahora trabajamos solo mujeres. Todo sirve:
la tierra negra (yana alpa), la tierra blanca
(yurak alpa), la tierra roja (puka alpa),
la tierra amarilla (killu alpa); el agua,
el aire, el fuego, el calor, el frío.
La tierra suave y dura se mezclan en partes
iguales.
El aire, el agua y el fuego se juntan poco
a poco. Así se complementan para que
aguante”. Rosa María Morales,
maestra alfarera de la comunidad de Alambuela,
comenta: “La alpa mama regala estas
tierras que vamos a minar en su vientre. La
tierra con la que se hacen las ollas nunca
desaparecerá. Siempre habrá.
Morirán los que trabajan, pero la tierra
nunca morirá”.
A estas tierras hay que descubrirlas en la
profundidad de los peñascos y quebradas;
por eso, hacia allá caminan las alfareras.
Saben muy bien donde se encuentran. Hay tierras
que se parecen por el color pero no son las
que buscan. La tierra de las ollas es dura
para minarla. A pesar de la experiencia, cuando
la encuentran, la prueban con su lengua, deben
sentirla dulce, y con sus dedos pegajosa.
Si es así, hallaron la tierra, y si
no, hay que seguir buscando.
El trabajo de la alfarera comienza minando
la tierra. Abren con mucho cuidado un camino
en la peña. Recogen la tierra con delicadeza
y la guardan en un lugar de la casa. “En
días de sol la secamos y desmenuzamos
a golpes”, dice Mama Rosa María
Morales. Y continúa “la molemos
hasta que quede muy fina. Cernimos, limpiamos
de toda suciedad, y mezclamos las tierras
duras y suaves. La tierra roja es fina y suave.
La blanca y la negra son tierras duras y fuertes.
Lee
el artículo completo en la edición
No 26
de ECUADOR TERRA
INCOGNITA |
|