Ataque
al cocinero de Tivacuno
Después de un agitado y caluroso día,
los trabajadores del campamento petrolero de
Tivacuno se encontraban descansando en la carpa;
solo un cocinero quichua llamado José
Chiliquinga faenaba una tortuga de tierra junto
a un pequeño riachuelo. Su ayudante regresó
hacia la carpa para traer un cuchillo más
grande. En ese momento se sorprendió
al ver a un grupo de hombres desnudos: eran
guerreros huaorani. En medio de la desesperación
comenzó a gritar “aucas... aucas...”1
y emprendió una veloz carrera. Al oír
los gritos de angustia del ayudante del cocinero,
la gente del campamento salió de la carpa
en precipitada carrera rumbo a la selva para
tratar de salvarse del inesperado ataque.
Solamente José Chiliquinga no pudo huir,
los gritos de alerta llegaron muy tarde: 27
lanzas, adornadas con plumas, impactaron en
el cuerpo del cocinero. Los agresores huyeron
inmediatamente hacia la selva y la gente del
campamento quedó llena de miedo y de
angustia.
Para impedir nuevos ataques a los trabajadores,
los administrativos del campamento les facilitaron
armas de fuego e inauguraron un servicio de
guardianía permanente. Adicionalmente
instalaron grandes reflectores en todo el perímetro
para evitar que, al amparo de la noche, llegue
otro ataque desde la espesura de la selva. También
se suspendieron las vaca- ciones de los obreros
y se trajo a un intérprete huaorani por
vía aérea para que sirva de intermediario
entre sus hermanos y los empleados petroleros.
Fue precisamente en esta época cuando
yo buscaba un acercamiento pacífico con
el pueblo huaorani, con aquellas personas a
las que se tildaba de “temibles aucas”.
Mis primeros contactos con un mundo
hostil
El 31 de julio de 1971 salí de Quito
en un avión Twin Otter. Una vez que despegamos
del aeropuerto la nave tomó nuevo rumbo
hacia el noreste y en pocos minutos estuvimos
en la Cordillera Oriental de los Andes, sobre
el espacio comprendido entre los nevados Cayambe
y Antisana. El viento soplaba con intensidad,
las turbulencias cada vez eran más fuertes,
había muchos vacíos y un gran
nerviosismo; el día estaba despejado:
sobre la impresionante muralla de montañas
se podía ver el manto verde amazónico
en todo su esplendor.
No puedo negar que las preocupaciones y cierto
recelo invadían mi espíritu mientras
me acercaba a la primera parte del viaje. Mi
corazón latía muy fuerte, por
fin se iban a cumplir mis propósitos:
un acercamiento con el temible pueblo huaorani.
El viaje lo compartí con varios trabajadores
del campamento. A ellos les confié las
razones de mi afán y no tardaron en mover
la cabeza negativamente y señalar su
temor hacia esos guerreros. Por miedo, ni siquiera
querían oír hablar de ese pueblo:
la noticia de la muerte del cocinero estaba
muy fresca como para intentar algún tipo
de contacto con los huaorani. Ellos me preguntaban
si de verdad quería contactarme con esa
gente, dada la violencia que sus guerreros habían
demostrado. Mis compañeros de viaje probablemente
pensaban que yo era un loco o un hombre cansado
de vivir.
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No 22 |
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