El
ademán certero y rápido asegura
que la atarraya se abra en forma de paraguas
en el aire, para luego caer al agua y cerrar
sus pesas. Las pequeñas pesas colocadas
minuciosamente alrededor de todo el círculo
de la red, se cierran por el peso equidistante,
atrapando los peces. Luego de varias horas de
espera silenciosa, el pescador, parado sobre
la canoa tallada a mano, recoge la red y separa
los pescados de la trampa. Todo esto me hace
pensar en cómo pudo ser la relación
de un pescador de La Tolita hace miles de años,
en estas mismas tierras, con un medio dominado
por el agua del río y cercano al mar,
rodeado por el bosque tropical y el manglar,
compuesto por innumerables esteros de tupido
mangle de agua salobre, árboles de inmensa
estatura llamados “natos” y una
fauna abundante de todo tipo: moluscos y crustáceos;
peces de río y de mar; mamíferos
de tierra, diurnos y nocturnos; reptiles, anfibios,
aves, propios de este medio de extrema diversidad
ecológica. Un entorno “parecido”
al que aún podemos observar en el norte
de la actual provincia de Esmeraldas, solo que
actualmente muy debilitado por una relación
desigual del hombre moderno con su ambiente
natural.
Lo que hoy en día se conoce sobre La
Tolita se debe a las investigaciones arqueológicas
efectuadas en Esmeraldas por el Museo del Banco
Central de Quito, que iniciaron en el año
de 1983 y culminaron con un informe final en
1994. Muchas personas participaron de esta aventura
única, pero fuimos pocos los que degustamos
los perfumes, sabores y colores que nos trajeron
a la Costa. Modestamente considero que lo que
aprendimos de esta sociedad surgió de
nuestra relación personal con este medio
natural de extrema belleza y biodiversidad.
Quizá el conocimiento más profundo
de esta civilización me fue dado por
la vivencia del proceso de investigación
en el sitio arqueológico, compartida
con todas las personas que de una u otra manera
estuvieron presentes en esta maravillosa experiencia:
la de sorprendernos con un nuevo hallazgo, en
una época en que aún no eran posibles
reconstrucciones virtuales de civilizaciones
pasadas ya desaparecidas.
Recuerdo la subida de las aguas del mar o la
“puja” de verano que invadía
todo el río de salinidad y de plancton,
obligándonos a buscar agua dulce cerca
del poblado de Borbón. Durante la noche
cerrada y absolutamente negra, podíamos
observar el brillo fosforescente de las lisas
repletas de plancton. En cambio en luna llena,
debido a la furiosa claridad que se producía,
se podía penetrar por los intrincados
esteros del manglar hasta llegar a una finca
de cocoteros cuyas cáscaras se amontonaban
en montañas enormes, mientras un peón
las pelaba como si se tratara de nueces. Menos
placentera era la apertura de trochas en la
selva tupida y enmarañada de la isla
La Tolita para prospectar sitios tierra adentro
o tolas, lo cual irremediablemente significaba
el encuentro con el peligro más grande:
los voraces zancudos y la malaria, de la que
fueron víctimas dos miembros del equipo.
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