La
leyenda, relata cómo Cantuña contratista,
atrasado en la entrega de las obras, transó
con el maligno para que, a cambio de su alma,
le ayudara a terminar la obra durante la noche.
Numerosos diablillos trabajaron mientras duró
la oscuridad para terminar la iglesia. Al amanecer
los dos firmantes del contrato sellado con sangre:
Cantuña por un lado, y el diablo por
otro, se reunieron para hacerlo efectivo. El
indígena, temeroso y resignado, iba a
cumplir su parte cuando se dio cuenta de que
en un costado de la iglesia faltaba colocar
una piedra; cual hábil abogado arguyó,
lleno de esperanza, que la obra estaba incompleta,
que ya amanecía y con ello el plazo caducaba,
y que, por lo tanto, el contrato quedaba insubsistente.
Ahora bien, la historia, a pesar de haber contribuido
al mito, es algo diferente.
Cantuña era solamente un guagua de noble
linaje, cuando Rumiñahui quemó
la ciudad. Olvidado por sus mayores en la histeria
colectiva ante el inminente arribo de las huestes
españolas, Cantuña quedó
atrapado en las llamas que consumían
al Quito incaico. La suerte quiso que, pese
a estar horriblemente quemado y grotescamente
deformado, el muchacho sobreviva. De él
se apiadó uno de los conquistadores llamado
Hernán Suárez, que lo hizo parte
de su servicio, lo cristianizó y, según
dicen, lo trató casi como a propio hijo.
Pasaron los años y don Hernán,
buen conquistador pero mal administrador, cayó
en la desgracia. Aquejado por las deudas, no
atinaba cómo resolver sus problemas cada
vez más acuciantes. Estando a punto de
tener que vender casa y solar, Cantuña
se le acercó ofreciéndole solucionar
sus problemas, poniéndole una sola condición:
que haga ciertas modificaciones en el subsuelo
de la casa.
La suerte del hombre cambió de la noche
a la mañana, sus finanzas se pusieron
a tal punto que llegaron a estar más
allá que en sus mejores días.
Pero no hay riqueza que pueda evitar lo inevitable:
con los años a cuestas, al ya viejo guerrero
le sobrevino la muerte. Cantuña fue declarado
su único heredero y como tal siguió
gozando de gran fortuna.
Eran enormes las contribuciones que el indígena
realizaba a los franciscanos para la construcción
de su convento e iglesia. Los religiosos y autoridades,
al no comprender el origen de tan grandes y
piadosas ofrendas, resolvieron interrogarlo.
Tantas veces acudieron a Cantuña con
sus inoportunas preguntas que éste resolvió
zafarse de ellos de una vez por todas. El indígena
confesó ante los estupefactos curas que
había hecho un pacto con el demonio y
que éste, a cambio de su alma, le procuraba
todo el dinero que le pidiese. Algunos religiosos
compasivos intentaron el exorcismo contra el
demonio y la persuasión con Cantuña
para que devuelva lo recibido y rompa el trato.
Ante las continuas negativas, los extranjeros
empezaron a verlo con una mezcla de miedo y
misericordia.
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