Un
pino de California junto a una araucaria chilena...
Una palma canaria al lado de un eucalipto australiano...
Un pumamaqui andino en el mismo parterre que
un trueno mediterráneo... Una buganvilla
brasileña compartiendo el suelo con un
yuco de Chihuahua... Una magnolia gringa al
lado de un cholán cholo... Un arupo lojano
al lado de un caucho asiático.
En otras latitudes y altitudes, este espectáculo
de diversidad solo se lograría en un
palacio de cristal con clima controlado. Pero
en la capital del Ecuador es lo más común.
Basta ir a un parque o jardín grande,
de esos que ya casi no hay, para constatar que
lo anterior no es exagerado. Solo en árboles
y arbustos, la cifra puede llegar fácilmente
a 100 especies, y si empezamos a contar todas
las plantas menores, el número puede
llegar a ser enorme.
Por supuesto, no es la única urbe en
el mundo que puede darse esos lujos. Cualquier
ciudad y pueblo de las montañas ecuatorianas,
colombianas, kenianas o de Nueva Guinea tiene
(o podría tener) un muestrario significativo
de plantas de latitudes dispares. Es que estar
en las alturas tropicales, con un clima que
se puede denominar “la eterna primavera”,
permite que plantas de sitios muy distantes
y diferentes crezcan bien juntas. Pero no del
todo bien: por ejemplo, en los parterres de
Quito hay sauces muy bonitos, pero que nunca
dan flores, o platanes que le dan un aire otoñal
a ciertas calles como la Calama, pero que jamás
llegan a tener las dimensiones que alcanzan
en Europa. Más que una eterna primavera,
lo que hay en sitios como Quito es “todas
las estaciones el mismo día”. Piensen
en lo que pasa: unas madrugadas heladas (invernales),
unas mañanas y tardes agradables (primaverales
u otoñales) y mediodías calcinantes
(veraniegos). Las plantas que crecen originalmente
en sitios donde a lo largo del año hay
las estaciones típicas, o en regiones
donde siempre hace calor o frío, talvez
no encuentran aquí el sitio perfecto
pero sí hallan condiciones más
que suficientes como para crecer y formar parte
de los jardines, parques y plazas.
Así, aunque no sea de manera exclusiva,
Quito tiene el honor de disfrutar, a lo largo
de todo el año, de flores y follajes
de prácticamente todo el mundo. Antes
de la invasión europea ya deben haber
existido jardines nativos con especies autóctonas
y seguramente algunas provenientes de otros
sitios. De Europa empezaron a llegar varias
plantas. Aparte de algunas especies productoras
de frutos, fibras, aceites o lo que sea (como
olivos y vides), también la gente española
debió haber trasladado algunas plantas
que le recordaban a los jardines y plazas de
su patria lejana. No existe, hasta donde conozco,
un estudio detallado de la historia de las plantas
ornamentales traídas a nuestras tierras,
pero se puede especular que ya en esa época
habría truenos, platanes y coníferas
propias de tierras mediterráneas.
Conforme se fueron asentando las fortunas, varios
de los millonarios de la época empezaron
a diseñar y crear jardines al estilo
europeo. Es interesante notar, por ejemplo,
que el Parque Inglés, ahora en el norte
de Quito pero hace tiempo en las afueras, debe
su nombre a que, efectivamente, el dueño
de la antigua hacienda San Carlos quiso reproducir
en su propiedad un parque al estilo británico.
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