Febrero de 2002
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Por Fabián Zurita y Antonio Argumendo
Foto Jorge J. Anhalzer / Archivo Criollo

Refugio de Vida Silvestre Pasochoa

Los páramos del Pasochoa son alegres. Cuchillas de pajonales onduladas, separadas por quebradas iluminadas por el rojo resplandor de las chuquirahuas, se unen con las vastas llanuras formadas en la base del Antisana, Sincholagua y Cotopaxi.

Mi alumno amigo, universitario de primer año, había obtenido en sus años de secundaria las máximas calificaciones en geografía del Ecuador. También había ganado dos concursos sobre el tema. Entonces lo desafié a realizar un viaje por la Panamericana Sur, desde Quito hasta Ambato, con el objeto de que identificase, sobre el terreno, todas las montañas que se admiran en un día despejado.

Empezó bien, señalando el Cayambe y el Cotopaxi en la cordillera Oriental. Dudó bastante en identificar el Rumiñahui, luego confundió casi todas las montañas; señaló el Pasochoa y dijo que era el Sincholagua; confundió el Guagua Pichincha con el Atacazo; no pudo reconocer el Antisana y peor El Altar y el Quilindaña, a los que admiraba por primera ocasión. ¿Ves?, le dije: has aprendido “geografía muerta” ¿De qué te ha servido sacar veinte sobre veinte en todos los exámenes si ahora, en la realidad, no sabes nada? “No ha sido mi culpa”, respondió. “Así nos han enseñado. Todo de memoria y solo en los libros”.

Mi amigo tenía razón: no era culpa suya haber aprendido solo nombres sin concretarlos en la realidad. Y esto sucede no solo en la geografía sino en otras materias de secundaria: botánica, zoología y, en general, ciencias naturales. El aprendizaje debe realizarse sobre el terreno, en una excursión, en una marcha de observación. Solo así el estudiante puede asimilar a fondo los conocimientos –no solo como meros datos para los exámenes– y entusiasmarse con la materia.

Algo de esto hemos logrado en nuestras ascensiones con niños y jóvenes, sobre todo a la cumbre del Pasochoa, montaña situada casi en el centro de la hoya de Quito y que se presta, por lo tanto, para una clase de “geografía viva” de toda la hoya. Es un espléndido mirador desde donde se dominan las cordilleras Oriental y Occidental y los ríos, valles y poblaciones de toda la región.

El Pasochoa es una montaña baja: los mapas señalan que alcanza 4 200 metros de altitud. Se ha independizado del nudo de Tiopullo –formado por los Ilinizas al occidente, el Rumiñahui al centro y el Cotopaxi al oriente– y ha constituido su propio conglomerado hacia el norte del nudo.

La ascensión al Pasochoa es muy sencilla por la ruta normal. La aventura comienza en el valle de los Chillos. Desde Sangolquí avanzamos por la autopista hasta un camino que conduce a muchas de las haciendas de los contornos. Comienza este camino en la quinta Los Álamos y zigzaguea entre pastizales y praderas limitadas por eucaliptos y sauces llorones.

Dejamos a un lado la hacienda Cuendina y subimos por un camino empedrado que nos conduce a las instalaciones de la planta eléctrica del Pasochoa.

Una acequia chispeante nos acompaña durante media hora. El camino tuerce a la izquierda; pero nosotros seguimos por la derecha. Cruzamos una alambrada y una quebrada pequeña y bordeamos potreros de hierba tupida antes de penetrar en los páramos.

Festivas corrientes de agua brotan de las entrañas de la montaña y corren por las hendiduras de las tierras altas para luego, en tranquilo descenso, bajar a regar las campiñas y sembríos y encajonarse en canales de cemento que las conducen a la planta eléctrica.

Lee el artículo completo en la edición No 16
de ECUADOR TERRA INCOGNITA

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