¿Y
la coca? Fue por supuesto declarada culpable
de las orgías nasales parisinas y neoyorkinas
y percibida equivocadamente como madre de todos
los males de una juventud desamparada. Poco
respaldo tuvo la coca, aun después de
alegaciones ampliamente reconocidas en los medios
académicos que denunciaban que en los
EE.UU. y Europa, la “cocaína”
de la calle muchas veces solo tiene del 6 al
8% del extracto de la hoja de coca, mientras
que el resto son frecuentemente químicos
añadidos, fármacos, vidrio molido
o basura de distinta índole. Con suerte,
si es muy buena, la cocaína alcanza el
30% de pureza, es decir, 30% de cocaína
extraída de hoja (esto solamente para
los consumidores solventes, ejecutivos preocupados
por la calidad y el añejo del producto).
Pero para la mayoría de los drogadictos
se trata todavía del Crack Cocaine, sustancia
sin refinar, fumada en papel aluminio por las
pandillas pobres de la calle que de coca no
tiene sino las cuatro primera letras de la palabra.
Hasta donde sepa, la hoja de coca nunca ha matado
a nadie. Se la puede comparar a muchas otras
sustancias estimulantes, tales como el guaraná
de la Amazonía brasileña o el
café, del cual tanto abusamos en nuestra
sociedad contemporánea. De hecho, es
probable que el café que tomo todas las
mañanas, en cantidades excesivas y con
exagerada negrura, me haga más daño
que si tuviera la costumbre de salir de la casa
mascando un manojo de hojas de coca. En cuanto
a la cocaína callejera del hemisferio
norte, remotamente conectada a la hoja de coca
por dudosas prácticas químicas,
si bien es cierto que cada sobredosis representa
un hecho trágico y que las muertes en
los EE.UU. por consumo de sustancias ilegales
como cocaína y heroína oscilan
entre 2 000 y 4 000 anuales, no hay punto de
comparación con las cantidades de muertes
producidas por abuso de drogas legales como
el tabaco, el alcohol o fármacos de varias
índoles.
El tabaco, por ejemplo, causa alrededor de 400
000 muertes anuales por enfermedades ligada
a su consumo, solamente en los EE.UU. Hace algunos
años, se comprobó que el tabaco
norteamericano era fuente de un número
considerable de muertes en la misma Colombia;
muertes que alcanzan cifras mucho más
altas que las causadas por consumo de cocaína
colombiana en los EE.UU. Sin embargo, hasta
la fecha de hoy no han habido serias propuestas
formuladas por parte de los países víctimas
del cigarrillo norteamericano, a favor de una
campaña de erradicación de las
plantaciones tabacaleras de Virginia y Carolina
del Norte. Talvez sea una iniciativa que valga
la pena recalcar en foros y tribunas internacionales.
Habría que enfatizar en el uso de los
mismos herbicidas, defoliantes u hongos para
arrasar con las plantaciones de los carteles
del tabaco, de la misma forma que lo han hecho
con la coca en América meridional.
Pero más allá de estas propuestas,
es menester tratar de convencer al mundo de
que la industrialización, manipulación
química y comercialización en
masa del tabaco, la hoja ancestral de los sioux,
comanches y pawnees; y de la coca, la hoja arrebatada
a los quitu-caras, incas y chibchas, corresponde
a la misma visión despótica, explotadora
y ambiciosa que el ser humano ha desarrollado
hacia sus recursos naturales. El problema de
fondo no es si elegimos comer o no comer la
fruta u hoja prohibida, sino si decidimos continuar
saqueando al Jardín del Edén,
fumigando, como en el Putumayo, talando, como
en Esmeraldas, o contaminando, como en Sucumbíos
y Pastaza. En vez de poner a la naturaleza en
el banquillo de los acusados, por muy estimulante
o alucinógena que sea, deberíamos
escoger un camino más conocido por la
sabiduría de algunos de nuestros antepasados:
vivir en simbiosis con nuestros recursos naturales,
usándolos y protegiéndolos para
beneficio mutuo.
No obstante, la cruzada contra la pobre hoja
parece haber hecho abstracción de estas
“pequeñas” consideraciones.
El Glifosato seguirá lloviendo desde
los cielos, castigando a la naturaleza por su
atrevida creación, mientras que las armas
extranjeras seguirán alimentando a conflictos
fratricidas y a ejércitos represivos.
La coca es un buen enemigo para crear miedo,
establecer fingidos pedestales ideólogicos,
y, desde la alta tribuna de la falsificación
moralista, seguir gobernando el planeta.
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