Después
encontramos la laguna “Minas”. Un
mido que no es de trueno ni de avión
nos recuerda al volcán. Vinicio vuelve
a señalar hacia las nubes: “Por
allá está el Sangay, pero hay
que esperar que se despeje”. Sin embargo,
pasa lo contrario.
Al pie de Minas, estamos en el sitio más
bajo del recorrido, 3 651 m. Ahora ascenderemos
para llegar a la última laguna que completa
el circuito; la Palangana, a 4 000 m de altitud.
Luego de horas de caminata, con el caucho lastimando
la piel y las rodillas adoloridas, esos metros
de desnivel ya no parecen tan sencillos.
Pasan más horas y desde lejos divisamos
a la sinuosa Palangana y también a Oso
Machay, una especie de cueva bajo unas rocas
colgantes que será nuestro próximo
campamento. La distancia parece interminable,
pero nos acercamos rápidamente. Desde
el alivio brota un corolario inevitable: la
única forma de conocer el territorio
es recorriéndolo.
A las 16h30, al fin arribamos a la Cueva del
Oso, todo está seco y hay un poco de
leña para encender una fogata. Solo falta
que el cielo se abra para dejamos ver aquel
huidizo nevado. A las 17h30, con una taza de
agua de panela caliente en la mano, la naturaleza
nos concede ese deseo. Las nubes se “despejan”
y aparece el mismísimo Sangay. Los binoculares
nos acercan más al espectáculo.
“Por ahí, señor Paolo, por
donde está eso negro, me fui la primera
vez”, dice Roberto. Catelan, que lo sabe,
vuelve a exclamar: ¡superbo!
En la noche, los relámpagos nos permiten
seguir viendo por segundos, casi como una alucinación,
al Sanga9 con su columna de humo. Al siguiente
día nos esperaban seis horas más
de regreso.
Conocer la montaña sin leer ni
escribir
Desde aquella primera vez, en 1989, Roberto
Caz ha coronado el nevado contadas unas 50 veces.
En una ocasión, hasta durmió en
la cumbre en solitario. Ha guiado a cientos
de turistas de todo el mundo por la peligrosa
ascensión al volcán en permanente
erupción, también ha acompañado
a investigadores y científicos en expediciones
de varias semanas y ha abierto ni- tas en áreas
inexploradas del volcán. Es el mayor
conocedor de esta zona del Parque Nacional Sangay.
Para subir al nevado, este guía utiliza
el mismo calzado con el que trabaja sus chacras:
botas de caucho, algo que entre ciertos andinistas
puede ser considerado poco estético.
A sus botas “Venus”, él les
instala unos crampones. Pero en tres ocasiones
ascendió sin ellos, algo que entre los
mismos andinistas puede considerarse como suicida.
Sus pies quizá son la prueba más
evidente de los años recomiendo el Parque.
Sus plantas forman un solo callo que va desde
el talón hasta la punta de los dedos.
Sus pies son el instrumento que el barro, las
piedras y el hielo ha ido afinando con los años.
A pesar de toda esta experiencia en el área,
Roberto no puede obtener un certificado oficial
como guía del Parque. A él le
falta cierto requisito: no sabe leer ni escribir,
aunque en la montaña no necesita hacerlo.
A pesar de no saber descifrar las letras, Caz
sí sabe nombrar. Quilla Cocha no es el
único accidente geográfico relacionado
con él. En la parte alta del Sangay existe
un canal por donde evacuan las inmensas rocas
escupidas por el volcán. En una ocasión,
Roberto lo cruzó trotando de ida y vuelta
mientras las gigantescas piedras machacaban
el aire. El llamó a aquel canal “Grigoria”,
el nombre de su esposa
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