Noviembre de 2001
SECCIONES

inicio
archivo
suscripción
quiénes somos
índice
segmentos fijos


ÚLTIMO NÚMERO

contenido


CLUB DE
SUSCRIPTORES


suscripción
museos socios
tarjeta del club

CONTACTO

 

 

 

Por Patricio Rivas Mariño
Foto Jorge J. Anhalzer / Archivo Criollo

Explorando el Parque Nacional Sangay
continuación (4 de 4)

De izquierda a derecha se levantan el Sangay, el Altar, Tungurahua, Cubillín, Quilimas y Pailacajas.

Después encontramos la laguna “Minas”. Un mido que no es de trueno ni de avión nos recuerda al volcán. Vinicio vuelve a señalar hacia las nubes: “Por allá está el Sangay, pero hay que esperar que se despeje”. Sin embargo, pasa lo contrario.

Al pie de Minas, estamos en el sitio más bajo del recorrido, 3 651 m. Ahora ascenderemos para llegar a la última laguna que completa el circuito; la Palangana, a 4 000 m de altitud. Luego de horas de caminata, con el caucho lastimando la piel y las rodillas adoloridas, esos metros de desnivel ya no parecen tan sencillos.

Pasan más horas y desde lejos divisamos a la sinuosa Palangana y también a Oso Machay, una especie de cueva bajo unas rocas colgantes que será nuestro próximo campamento. La distancia parece interminable, pero nos acercamos rápidamente. Desde el alivio brota un corolario inevitable: la única forma de conocer el territorio es recorriéndolo.

A las 16h30, al fin arribamos a la Cueva del Oso, todo está seco y hay un poco de leña para encender una fogata. Solo falta que el cielo se abra para dejamos ver aquel huidizo nevado. A las 17h30, con una taza de agua de panela caliente en la mano, la naturaleza nos concede ese deseo. Las nubes se “despejan” y aparece el mismísimo Sangay. Los binoculares nos acercan más al espectáculo. “Por ahí, señor Paolo, por donde está eso negro, me fui la primera vez”, dice Roberto. Catelan, que lo sabe, vuelve a exclamar: ¡superbo!

En la noche, los relámpagos nos permiten seguir viendo por segundos, casi como una alucinación, al Sanga9 con su columna de humo. Al siguiente día nos esperaban seis horas más de regreso.

Conocer la montaña sin leer ni escribir

Desde aquella primera vez, en 1989, Roberto Caz ha coronado el nevado contadas unas 50 veces. En una ocasión, hasta durmió en la cumbre en solitario. Ha guiado a cientos de turistas de todo el mundo por la peligrosa ascensión al volcán en permanente erupción, también ha acompañado a investigadores y científicos en expediciones de varias semanas y ha abierto ni- tas en áreas inexploradas del volcán. Es el mayor conocedor de esta zona del Parque Nacional Sangay.

Para subir al nevado, este guía utiliza el mismo calzado con el que trabaja sus chacras: botas de caucho, algo que entre ciertos andinistas puede ser considerado poco estético. A sus botas “Venus”, él les instala unos crampones. Pero en tres ocasiones ascendió sin ellos, algo que entre los mismos andinistas puede considerarse como suicida.

Sus pies quizá son la prueba más evidente de los años recomiendo el Parque. Sus plantas forman un solo callo que va desde el talón hasta la punta de los dedos. Sus pies son el instrumento que el barro, las piedras y el hielo ha ido afinando con los años.

A pesar de toda esta experiencia en el área, Roberto no puede obtener un certificado oficial como guía del Parque. A él le falta cierto requisito: no sabe leer ni escribir, aunque en la montaña no necesita hacerlo. A pesar de no saber descifrar las letras, Caz sí sabe nombrar. Quilla Cocha no es el único accidente geográfico relacionado con él. En la parte alta del Sangay existe un canal por donde evacuan las inmensas rocas escupidas por el volcán. En una ocasión, Roberto lo cruzó trotando de ida y vuelta mientras las gigantescas piedras machacaban el aire. El llamó a aquel canal “Grigoria”, el nombre de su esposa

 

inicio - archivo - suscripción

CONTENIDO REVISTA 15



 

 

portada inicio archivo subscripción inicio portada archivo subscripción