Noviembre de 2001
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Por Patricio Rivas Mariño
Foto Jorge J. Anhalzer / Archivo Criollo

Explorando el Parque Nacional Sangay
continuación (2 de 4)

El misterioso Sangay no quiere pasar inadvertido. Sus rugidos nos recuerdan la presencia de este volcán que, en permanente erupción, se levanta en medio de nubes.

A medida que subimos, vemos los meandros que forma el río. Luego nos adentramos en una pequeña franja de bosque montano, remanente de los bosques de altura que cubrían la serranía. Allí, los guías nos muestran pumamaquis, árboles de papel (Polylepis sp.), arrayanes, quishuares y huaicundos.

Ya no caminamos dentro de Santa Rosa, sino en territorios comprados a la hacienda por los comuneros de Alao hace algunos años. En total son 17 000 ha de páramos y pajonales las que pertenecen a la comunidad: todo lo que se alcanza a ver a simple vista y mucho más. Ellos tardaron un año en recoger el dinero para adquirir estos terrenos poco aptos para la ganadería y peor aún para la agricultura, pero ideales para conformar la zona de amortiguamiento del Parque. De alguna forma, todo este territorio ya les pertenecía. Sus abuelos, cuenta Vinicio, debían trabajar “de gratis” varios días a la semana en la hacienda, a riesgo de ser castigados. Era “el tiempo de la esclavitud”.

Ascendemos cuatro horas por estos páramos comunitarios. Al fondo de una hondonada muy profunda, divisamos la primera laguna del recorrido: Pircapungu. En sus orillas, los binoculares nos dejan ver dos venados de cola blanca que beben de sus aguas verdosas. Al terminar, éstos suben la montaña frente a nosotros en poquísimos minutos, algo que a nosotros nos tomaría horas.

Llegamos a un “pungo” o el paso natural de la cordillera Chinchillay. Aquí inicia la provincia de Morona Santiago y también el Parque Nacional Sangay. Desde este punto, nos adentramos a una zona muy poco conocida del Par- que. Solo la gente de Alao suele visitarla en busca de ganado perdido. Para seguir, no solo requerimos de nuestro mapa, sino de la experiencia e intuición de nuestros guías.

Un indígena en la cumbre

El 7 de febrero de 1989 la vida de Roberto Caz cambió. Dos días antes había salido como arriero con un pequeño grupo que tenía como objetivo coronar el Sangay. Lo encabezaba el italiano Paolo Catelan, en aquel entonces profesor de física en la Politécnica del Chimborazo.

Ese día, Caz pidió al grupo que lo llevara a la cumbre del volcán. Dudaron al ver la total falta de equipo del indígena: saquito abierto, pantalón de vestir, botas de caucho, pero al fin se decidieron. Ese día, Caz se convirtió en el primer indígena en coronar el Sangay.

Pasaron varios meses y Catelan recibió una inesperada visita en Riobamba. Era Carlos Caz, quien le contó que Alao estaba polarizada entre los que creían que su hermano Roberto había llegado a la cumbre del nevado y los que no. El italiano encontró una solución adecuada: organizaría una exposición de diapositivas para mostrarles las pruebas. En la sala comunal de Alao, unas 200 personas vieron las fotos que comprobaban que efectivamente Caz había conquistado los 5 230 m de altitud que alcanza el feroz volcán.

Así nació la amistad entre Caz y Catelan. Luego de dos años, fundan junto con una veintena de indígenas la asociación de guías de Alao. El pasado mayo, esta asociación cumplió 10 años. Dos de sus miembros nos llevaban ahora a explorar unas lagunas casi desconocidas.

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