A
medida que subimos, vemos los meandros que forma
el río. Luego nos adentramos en una pequeña
franja de bosque montano, remanente de los bosques
de altura que cubrían la serranía.
Allí, los guías nos muestran pumamaquis,
árboles de papel (Polylepis
sp.), arrayanes, quishuares y huaicundos.
Ya no caminamos dentro de Santa Rosa, sino en
territorios comprados a la hacienda por los
comuneros de Alao hace algunos años.
En total son 17 000 ha de páramos y pajonales
las que pertenecen a la comunidad: todo lo que
se alcanza a ver a simple vista y mucho más.
Ellos tardaron un año en recoger el dinero
para adquirir estos terrenos poco aptos para
la ganadería y peor aún para la
agricultura, pero ideales para conformar la
zona de amortiguamiento del Parque. De alguna
forma, todo este territorio ya les pertenecía.
Sus abuelos, cuenta Vinicio, debían trabajar
“de gratis” varios días a
la semana en la hacienda, a riesgo de ser castigados.
Era “el tiempo de la esclavitud”.
Ascendemos cuatro horas por estos páramos
comunitarios. Al fondo de una hondonada muy
profunda, divisamos la primera laguna del recorrido:
Pircapungu. En sus orillas, los binoculares
nos dejan ver dos venados de cola blanca que
beben de sus aguas verdosas. Al terminar, éstos
suben la montaña frente a nosotros en
poquísimos minutos, algo que a nosotros
nos tomaría horas.
Llegamos a un “pungo” o el paso
natural de la cordillera Chinchillay. Aquí
inicia la provincia de Morona Santiago y también
el Parque Nacional Sangay. Desde este punto,
nos adentramos a una zona muy poco conocida
del Par- que. Solo la gente de Alao suele visitarla
en busca de ganado perdido. Para seguir, no
solo requerimos de nuestro mapa, sino de la
experiencia e intuición de nuestros guías.
Un indígena en la cumbre
El 7 de febrero de 1989 la vida de Roberto Caz
cambió. Dos días antes había
salido como arriero con un pequeño grupo
que tenía como objetivo coronar el Sangay.
Lo encabezaba el italiano Paolo Catelan, en
aquel entonces profesor de física en
la Politécnica del Chimborazo.
Ese día, Caz pidió al grupo que
lo llevara a la cumbre del volcán. Dudaron
al ver la total falta de equipo del indígena:
saquito abierto, pantalón de vestir,
botas de caucho, pero al fin se decidieron.
Ese día, Caz se convirtió en el
primer indígena en coronar el Sangay.
Pasaron varios meses y Catelan recibió
una inesperada visita en Riobamba. Era Carlos
Caz, quien le contó que Alao estaba polarizada
entre los que creían que su hermano Roberto
había llegado a la cumbre del nevado
y los que no. El italiano encontró una
solución adecuada: organizaría
una exposición de diapositivas para mostrarles
las pruebas. En la sala comunal de Alao, unas
200 personas vieron las fotos que comprobaban
que efectivamente Caz había conquistado
los 5 230 m de altitud que alcanza el feroz
volcán.
Así nació la amistad entre Caz
y Catelan. Luego de dos años, fundan
junto con una veintena de indígenas la
asociación de guías de Alao. El
pasado mayo, esta asociación cumplió
10 años. Dos de sus miembros nos llevaban
ahora a explorar unas lagunas casi desconocidas.
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