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l 15 de octubre pasado el presidente Daniel Noboa anunció, enérgico, que eliminaría el subsidio a la electricidad a los dos proyectos megamineros que operan en Ecuador, Fruta del Norte (Lundin Gold) y Cóndor Mirador (Ecuacorrientes). “Ese subsidio incongruente e injusto que han tenido las mineras, no va más”, dijo. “Las mineras en Ecuador consumen más energía de la que necesita un hospital para operar”. Lo que nos da una pauta del grado de desorientación del presidente pues, en realidad, entre las dos demandan alrededor de 100 megavatios, tanta electricidad como los residentes de Cuenca, Manta y Santo Domingo combinados. Con la ampliación prevista para Mirador en 2025, la demanda solo de esta mina aumentará a 180 megavatios, más que la demanda de los hogares de una ciudad del tamaño de Quito.1
La cámara de la Minería a través de sus voceros se apuró en explicar que “las tarifas eléctricas de las empresas mineras no constituyen un subsidio”, y a atropellar tecnicismos que explicarían las tarifas preferenciales. Por ejemplo, que otras empresas también pagan esas tarifas, o que se justifican porque han invertido en estaciones de transmisión (cuyo único propósito es que las mineras puedan funcionar) que además benefician a comunidades locales (unos caseríos de ínfimo consumo). No les queda más remedio que negar estos subsidios, aunque tengan que aventurarse al territorio de la falsedad y el ridículo. Es que estos subsidios —y no son otra cosa— son de una infamia del tamaño de sus megaoperaciones. Parece inexplicable que el país no se haya aún percatado de este enorme atraco; nos da una pauta del grado de desorientación general. El temor que tiene el sector minero es que, avispados, ojalá, por la crisis, al fin vislumbremos la naturaleza del fraude minero en su conjunto.
En qué consisten estos subsidios. Los cuatro grandes consumidores de electricidad del país —las dos mineras, la fábrica de acero Adelca y Petroecuador para los campos petroleros— están sujetos a una tarifa preferencial. La aplicación de esta tarifa para las mineras está amarrada por contrato firmado por el polémico ministro del correato, Wilson Pástor. La tarifa ha variado entre 5,1 y 8,1 centavos por kilovatio/hora, y en promedio ha sido de 7,3 centavos.2 Las otras industrias pagan entre 7,5 y 9,9 centavos, mientras que el sector residencial paga 10 centavos. Cabe aclarar que estas últimas tarifas también son subsidiadas y de las más bajas de Latinoamérica, por lo que el cálculo del subsidio minero no resulta de la comparación de su tarifa con las del resto, sino con los costos de producción.
¿Cuánto le cuesta al estado producir un kilovatio/hora? Es difícil establecerlo, pues por disposición constitucional (mandato minero 15) en el cálculo de los costos de generación no se consideran los costos marginales ni los de inversión estatal en infraestructura, es decir, se saca del cálculo la presa del caldo. Quizá esta disposición tenga que ver con el hecho de que las hidroeléctricas que se construyeron durante el gobierno de Rafael Correa tienen inversiones por kilovatio de capacidad de las más altas del mundo, e incorporarlos da al traste con la premisa de energía barata en que se asentaban las promesas de cambio de matriz productiva.
Así, en el papel, el costo de generación y trasmisión en base al que se calcula la tarifa para las mineras es de 4,09 centavos. En verdad, es muchísimo mayor. Roberto Aspiazu, presidente de la cámara de Energía, y Andrés Oquendo, del colegio de Ingenieros Eléctricos, estiman, por separado, que el costo de generación del kilovatio/hora está entre los 15 centavos, el doble de lo que pagan las mineras.3 Esto es en condiciones ideales, cuando más del 70% de la producción de electricidad viene de las hidroeléctricas, que es mucho más barata. La realidad de los últimos años es muy distinta. Por ejemplo, el costo de la energía generada por la barcaza turca de Karpowership contratada para capear la crisis puede estar entre 14 y 36 centavos por kilovatios hora, según cuánto se la utilice, pero sin tomar en cuenta el valor del subsidio del combustible que consume. Cuanto contabilizamos este subsidio, esa tarifa aumenta en 16 centavos por kilovatio/hora (es decir, costaría entre 30 y 52 centavos). La generación térmica, en 2022 tuvo un costo de generación promedio de 20 centavos. Igual, a esto hay que sumar el subsidio a los combustibles que utiliza, lo que pondría el costo real más cerca de los 30 centavos por kilovatio/hora.
Hay un rubro del que sí sabemos con mayor exactitud cuánto nos cuesta: la energía que nos hemos visto obligados a importar de Colombia. Esa energía nos costó en 2023, en promedio, 22 centavos por kilovatio/hora, aunque hubo meses en que el promedio ha sido de 38 centavos, con picos diarios de hasta 72 centavos, casi 10 veces lo que por esa misma energía le pagaron las mineras al estado. Un empresario colombiano que está en negociaciones para vendernos energía menciona que el promedio de la tarifa de importación ha sido 33 centavos (sin especificar en qué periodo).
¿Cuánto le cuestan, entonces, los subsidios eléctricos mineros al país? Ya que la información es poco accesible, vamos a inferir el consumo eléctrico de las mineras a partir de una planilla pagada por Ecuacorrientes de febrero de 2023 que se exhibe en un reportaje de Plan V. El valor es de 3 336 627 dólares ese mes. Es decir, su planilla anual sería cercana a los 40 millones de dólares (US$40 039 524). Paga eso porque ha tenido la tarifa preferencial de 7,3 centavos por kilovatio/hora. Si hubiera pagado lo que le cuesta al estado producir esa energía en condiciones ideales, es decir, 15 centavos, habría tenido que pagar 82 millones de dólares (US$ 82 272 995). El subsidio que Ecuacorrientes habría recibido del estado ecuatoriano en ese escenario es de 42 millones de dólares (US$ 42 233 471) al año.
Si hacemos el mismo ejercicio para Fruta del Norte prorrateándolo según la potencia que requiere esa mina [(US$ 42 233 471 x 17 MW) / 87 MW = US$ 8 252 517] el subsidio recibido sería de algo más de 8 millones de dólares al año.4
Las dos minas, entonces, habrían recibido solo para su abastecimiento de electricidad un beneficio directo del estado —un subsidio— mayor a 50 millones (US$ 50 485 988) de dólares al año. Esto, repito, en el supuesto de que la electricidad que ellos pagan a 7,3 centavos el kilovatio/hora le cueste al estado unos hipotéticos 15.
Pero este cálculo está mal hecho. Lo que le ha costado al estado proveer de electricidad a las mineras es lo que el estado viene pagando por la demanda marginal, pues si no existiera esta demanda minera excedente, el déficit, motivo de las medidas costosas y desesperadas que se han tomado, sería menor en ese mismo margen. Si las mineras ya generarían su propia electricidad, a lo que se comprometieron por contrato, el estado tendría 100 megavatios menos de déficit de generación, por lo que esos megavatios no habrían tenido que producirse o importarse a precios extraordinarios. Lo que le cuesta al estado su regalo a las mineras es lo que le cuestan los 100 megavatios más caros que distribuye. La barcaza de Karpowership, por ejemplo, genera 100 megavatios; es decir, lo que produce ha sido absorbido en su totalidad por las dos mineras, al menos hasta que, apenas hace un par de meses, se les obligó a desconectarse. Si no hubiera barcaza y no hubiera suministro a las mineras, estaríamos tablas. No es incorrecto decir, entonces, que los 140 millones de dólares al año que cuesta su contratación y operación5 han sido desembolsados con el propósito exclusivo de suplir de electricidad a las mineras. O tomemos la central hidroeléctrica Delsitanisagua en el río Zamora, cuya generación fue incorporada a finales de 2018, justo cuando las mineras se preparaban para iniciar sus operaciones. Aunque su potencia nominal es de 180 megavatios, durante la sequía generaba poco más de 50 megavatios y es usual que opere a 100 megavatios. Dado que la totalidad de su producción es absorbida por las dos mineras, es correcto decir que los 335 millones de dólares que esa infraestructura le costó al estado fueron destinados a abastecer de electricidad a estos negocios extranjeros privados.
Hagamos, entonces, el ejercicio de calcular el subsidio que las mineras reciben a un costo de la electricidad más ajustado a las condiciones de los años en que han operado: el que cuesta la generación térmica o la energía importada de Colombia. Digamos, siendo muy conservadores, 30 centavos el kilovatio/hora. Al año se les regala a estas dos empresas al menos 150 millones de dólares ([(0,30 x 48 292 041) / 0,073] - 48 292 041 = US$ 150 168 401) solo en electricidad. Esto en un país, pongámoslo en perspectiva, donde los pacientes renales se mueren por cientos porque el estado no puede hacer los pagos que permitirían a las clínicas de diálisis seguir funcionando, y donde los niños en Guayaquil, pasto del reclutamiento de bandas criminales, no pueden ir a la escuela porque el ministerio de Educación no tiene para arreglar los baños.
Comparemos ahora ese subsidio con lo que las mineras pagan al estado, supuesto dueño de los minerales, por el derecho a explotarlos. Según el reporte minero del Banco Central, entre 2010 y 2023 Mirador a pagado al estado 118 millones de dólares por utilidades y 260 millones por regalías, es decir 378 millones en 13 años. Dividámoslo solo para los últimos 5 años, cuando la empresa empezó a exportar minerales (que coinciden, además, con la elevación en los costos de la electricidad). Son 76 millones de dólares al año. Fruta del Norte, por su lado, de 2003 a 2023 ha pagado por los minerales que explota 150 millones de dólares (utilidades: 70 millones; regalías: 80 millones). Para 5 años de exportaciones, son 30 millones al año. Las dos minas, que se nos presentan como la salvación de la Patria, han pagado por la materia prima que exportan por miles de millones de dólares apenas 106 millones de dólares al año. Mientras tanto, reciben por concepto de subsidio eléctrico al menos 150 millones. ¡Se explica, entonces, que Lundin Gold pueda fanfarronear en su página web para inversores que opera una de las minas de oro con más bajos costos del mundo!
El costo del consumo eléctrico de las grandes mineras no se limita a los subsidios directos que reciben en forma de tarifas preferenciales. Está también lo que los economistas llaman costos de oportunidad. En una situación de oferta de electricidad limitada, como la que atraviesa el país, al costo de la energía que adjudicamos a una actividad hay que añadirle el costo de no haberla utilizado en una actividad más rentable. Para entregar esos 100 megavatios a las mineras, el estado tuvo que quitárselos al resto de la economía. La minería es una de las industrias más intensivas en energía; esto quiere decir que su productividad económica es bajísima en relación con el enorme consumo de energía que tiene. Así, mientras que en 2022 la minería aportó algo más del 1?% del producto interno bruto, consumió el 2,7?% de la energía eléctrica. Cada vez que se entrega electricidad a las mineras en detrimento de otros sectores como la microempresa o industrias de mayor productividad, como hemos venido haciendo durante buena parte de la crisis, el país pierde económicamente. Los medios suelen destacar cuánto “perdió” el país cuando a mediados de octubre se obligó a Mirador a desconectarse: “tantos millones se dejaron de exportar”. Esa perspectiva podría ser válida en una situación ideal de energía ilimitada; en las actuales circunstancias, el país gana con esa desconexión, pues esa energía se dedica a actividades más productivas, donde además los réditos son más distribuidos y hay mayor utilidad social.
Porque lo mismo que es cierto para la generación de valor económico, es cierto en cuanto a la generación de empleo. Al contrario de lo que se podría inferir de la ubicua propaganda minero-estatal, la fase de explotación de una mina tecnificada crea poquísimos empleos (y muy especializados) en relación al tamaño de su actividad. Cada vez que se corta la electricidad al sector de la restauración o a los comercios para dar su “turno” a la minería, se está conspirando contra la conservación del empleo que el gobierno dice priorizar.
Por añadidura, los subsidios a la tarifa eléctrica de las mineras (y esto es cierto para las demás industrias también) han incidido en la casi nula inversión en generación propia y de energías alternativas por parte del sector privado. Mucho se ha hablado de la necesidad de reformar las leyes y eliminar las trabas para la inversión privada en electricidad. Esas trabas no son la causa de la falta de inversión, o lo son tan solo de forma marginal. Lo cierto es que va contra toda racionalidad económica invertir en la producción de energía propia, si el estado me la regala a través de precios que la generación propia nunca podrá mejorar. Y si se instala la capacidad para casos de emergencia, no se la utilizará más que en estas coyunturas excepcionales si es más cara que la que me llega por el cable del estado (como sucedía con Fruta del Norte, al punto que le tuvieron que obligar a desconectarse de la red nacional). Del mismo modo, Mirador ha hecho todo lo posible, como se mencionó, para rehuir su obligación contractual de construir una hidroeléctrica de 129 megavatios; significaría el fin de su disfrute de la pródiga ubre estatal. A medida que los precios en que el estado vende la electricidad se acerquen más a sus (altos) costos reales, las empresas se interesarán más en reducir esos costos a través de generación propia y renovable.
De manera más amplia, hay que señalar el papel que ha tenido la insensata apuesta por la gran minería como pilar del desarrollo nacional, en la crisis energética que nos abruma. La más obvia: la súbita entrada en operación de estos megaproyectos que, como se dijo, demandan tanta electricidad como los residentes de Cuenca, Manta y Santo Domingo combinados, genera un abrupto incremento en la demanda de energía. Menos mal han sido solo dos de una carpeta de cinco o seis de similares proporciones que planeaban ya tener en operación. Al mismo tiempo, los beneficios que la actividad minera deja al estado son magros y repartidos a lo largo de cuarenta o cincuenta años, y de todas maneras insuficientes para compensar las inversiones en infraestructura —energética y de todo tipo— que el estado provee gratis o con subsidios a esa industria, incluso antes de que empiece a operar. Este ciclo agudo y progresivo de desfinanciamiento se ve agravado a medida que los pasivos que deja la minería y que tienen que ser asumidos por el estado (y por las poblaciones locales) se van acumulando en el tiempo y permanecen a perpetuidad. El desfase por una sobreinversión que no iba a poder ser amortizada a tiempo ya lo advirtió Arturo Villavicencio al menos desde 2014, y explica en parte el déficit eléctrico actual, a pesar de que hemos triplicado la capacidad instalada en las dos últimas décadas. El fenómeno se agravará con cada nuevo proyecto megaminero o su expansión si no hay una enmienda radical del modelo minero vigente.
La apuesta minera también determinó en qué tipo de energía invirtió el estado y dónde, dos vectores fundamentales de los aprietos que estamos padeciendo. Por un lado, se puso todos los huevos en la hidroelectricidad, la opción que podía generar muchísima potencia al muy bajo precio que fue el dulce que se le ofreció a las empresas mineras para que inviertan aquí.6 Si no hubiera existido el imperativo de abastecer el surgimiento repentino de la demanda eléctrica minera, el estado podría haber diversificado más los modos de producción, incluidas la instalación paulatina de generación térmica y renovable, y asignado recursos al mantenimiento de la planta instalada. Por otro lado, se ha tildado de incomprensible que se haya construido casi la totalidad de las hidroeléctricas solo en una vertiente de los Andes, atribuyéndolo a la necedad o la imprevisión. En realidad, el hecho es muy fácil de explicar: los proyectos mineros estratégicos y los yacimientos más atractivos se encuentran en su mayoría en las estribaciones orientales, y pensando en abastecer esas minas se construyeron las hidroeléctricas allí; Manduriacu, al occidente, tiene ese emplazamiento por estar cerca del proyecto Llurimagua y los yacimientos de la cordillera del Toisán. La política energética ha seguido el derrotero de la ofuscación minera, y aquí es donde nos ha dejado.
Volviendo, en específico, a los subsidios, el de la electricidad no es el único que las mineras reciben; ni siquiera es el mayor. Manuel Novik, de Plan V, por poner un ejemplo, calcula que, solo Mirador, recibe más de 43 millones de dólares al año en subsidios a los combustibles que consume. Por otro lado, ¿cuánto le cuesta al estado la militarización de toda una provincia por varios meses para que se pueda instalar una minera, o la militarización continuada para garantizarles a todas su funcionamiento? ¿La construcción de carreteras y puertos para que puedan exportar sus productos? ¿El conflicto social que generan y el colapso de los sistemas socioecológicos locales? ¿La destrucción de los bosques más diversos del mundo o la degradación de los páramos, fuentes de agua para ciudades, cultivos e hidroeléctricas? ¿Cuánto le costará al estado la gestión a perpetuidad de los descomunales lagos de desechos tóxicos que nos dejan?
Menos mal, el presidente Noboa ha mostrado determinación para acabar con “este subsidio incongruente e injusto”. Elevó en 2 centavos la tarifa que pagarán las mineras, lo que restará 13 millones al regalo de 150 millones que les hacemos al año.
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