Ya
anuncian sin vergüenza los pescadores insulares
que usarán el desastre del derrame como
caballo de batalla para aumentar cuotas de pepinos
y langostas, como que a excusas de un desastre
ecológico lo lógico es propiciar
otro. Esa misma ambición desbocada de
los pepineros, aunque más disimulada,
tiene cabida en la mayoría de los empresarios
del turismo. La única consigna parece
ser poseer cada vez más barcos, aumentar
las plazas y la eslora, incrementar el número
de timbradas de la caja registradora. Todo esto
n importar el costo ambiental pese a que es
esa misma peculiar naturaleza que destruyen,
la que les da de comer. Da la triste impresión
que ni pescadores ni empresarios, ya sean estos
turísticos, madereros o industriales,
y prácticamente nadie, está genuinamente
interesado en cómo es que se van a sustentar,
cuando crezcan, no solo los hijos del vecino
sino los propios. Todo lleva a interpretar que
el mandato, el juego, la moda, es que hay que
ordeñar la vaca de la abundancia ahorita
mismo, exprimirle toda, en leche y hasta en
sangre, ganarle todo el dinero posible. Que
silos barcos atuneros que herede el crío
tendrán atún que pescar de aquí
a pocos años no importa, que si nos acabamos
los pepinos, las langostas, los árboles
y el petróleo en esta generación
qué más da, allá dizque
en el ‘lejano futuro ya es problema ajeno.
Al otrora cielo diáfano cantado y alabado
de la capital ya hace rato lo reemplazó
una perenne capa que varía entre el gris
amarillento y el amarillo grisáceo; hay
un mal disimulado afán de que todo manglar
se convierta en camaronera, tal parece ser que
donde había concha y cangrejo hoy hay
solo mancha amarilla. Los ríos cada vez
con más frecuencia transportan crudo
en vez de agua, las cunetas de la carretera
no colectan la lluvia sino la más variada
basura que se arroja por las ventanas tanto
de los Mercedes como de los buses y, mientras
tanto, gobernantes y gobernados vivimos engañados
en que hacer patria es cantar el himno nacional
solemnemente en cada acto; eso sí, sacados
el sombrero y sin pestañear, aunque en
seguida salgamos a destruir, mancillar o violar
todo eso que justamente es la patria. Y en toda
esa inmunda herencia que estamos dejando a nuestros
hijos, yo colaboro cruelmente legando una variadísima
colección de imágenes de lo que
fue y ya no será, de lo que tuvimos pero
no lo cuidamos. De lo que era también
de ellos pero nos lo malgastamos todo.
Y así vivimos encubiertos en las apariencias,
en un país donde en todo orden es más
importante parecer que ser. También con
este accidente de las Galápagos se han
rasgado ya muchas vestiduras frente a las cámaras
de la televisión, se han llenado las
bocas grandes de palabras aparentemente contundentes
pero vanas en contenido, y como con el asunto
de los banqueros, bastará unos pocos
meses para que todo quede enterrado en el olvido,
que es el único que en verdad ha demostrado
ir hasta las últimas consecuencias.
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el artículo completo en la edición
No 11
de ECUADOR TERRA
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