A lo largo y ancho de la región interandina
del Ecuador es frecuente encontrar la palabra
quichua tambo, para identificar accidentes
geográficos o poblados. La dispersión
del término se debe a la influencia
del incario en los pueblos de la Sierra, durante
el proceso de expansión del Tahuantinsuyo
en los Andes Septentrionales a finales del
siglo XV.
De acuerdo al Diccionario Quichua-Español
de Luis Cordero, tambu es una “posada,
hostería; alojamiento en los campos
para descanso y comodidad de los viajeros”
(1989: 113). En efecto, los tambos se construyeron
en la ruta del Camino del Inca, cuyo sistema
estaba conformado por dos vías troncales
que se desplazaban por los Andes y por la
Costa, uniendo los más importantes
centros administrativos y productivos del
Estado. Cuando el Inca, su corte y familia
se movilizaban del Cusco, pernoctaba y recibía
las atenciones de su rango en edificaciones
conocidas como “tambos reales”.
Considerando la capacidad de caminar de una
persona (y también de los animales
de carga como la llama), los tambos se ubicaban
generalmente cada 25 o 30 km, que es la distancia
que puede ser cubierta en una jornada.
Estos lugares, en cuanto testimonio arqueológico,
prácticamente han desaparecido, con
excepción de algunos, que gracias a
su tamaño y sólida construcción
han perdurado hasta hoy. Entre ellos, se encuentra
el Tambo de El Callo, ubicado a 67 km al sur
de Quito, en las frías planicies del
Parque Nacional Cotopaxi. Este edificio, de
estilo inca imperial, conserva dos habitaciones
integradas a la casa de la hacienda San Agustín.
Las cámaras o habitaciones tienen una
planta rectangular, poseen una puerta de forma
trapezoide y, en la parte interna, falsas
ventanas del mismo estilo. Este elemento constructivo,
igual que en otros sitios incas de los Andes,
servía para colocar objetos sagrados.
De ahí que el Tambo de El Callo, a
más de haber satisfecho su funcionalidad
habitacional, debió ser un templo;
por eso fue construido en aquel sitio: las
faldas del imponente volcán Cotopaxi.
Alejandro Humboldt, a su paso por este lugar
en 1802, identificó ocho habitaciones,
de las cuales solo tres se hallaban en buen
estado. Los muros tenían cinco metros
de altura y un metro de ancho. Las piedras
fueron talladas en forma de almohadilla y
el material de unión no es visible
al exterior. La cubierta debió descansar
en un armazón de madera que soportaba
las anchas paredes.
Este sitio arqueológico no es el único
en el área del Parque Nacional Cotopaxi.
En efecto, cerca de la laguna de Limpiopungo
se encuentra el pucará El Salitre,
y antes, en el borde del carretero, una amplia
estructura cuadrangular conocida como El Ingapirca.
La presencia de estos vestigios y la belleza
escénica del volcán activo más
alto del mundo confieren una singular apariencia
al paisaje.
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