N° 50 Noviembre - diciembre de 2007
 
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Por Julio Pazos B.
Ilustración: Esteban Garcés

Memoria del prioste

La fiesta se iniciaba con repiques de campanas a las doce del día: la banda de músicos se instalaba delante de la iglesia; un hombre ofrecía copas de aguardiente a los vecinos y los jóvenes encendían los voladores que estallaban en el aire. Era el comienzo de la fiesta que el barrio dedicaba a la Virgen de Agua Santa. Durante un siglo y en el mes de octubre, los barrios de ese pueblo hacían sus fiestas de acuerdo con el calendario que llevaba el vicario.

Los preparativos comenzaban un mes antes. El prioste iba de casa en casa, de las cuatro calles del barrio, solicitando la contribución y recordando a todos sus obligaciones. Por su parte, el prioste, con el celo de un auditor, calculaba todos los costos. El dinero solicitado debía cubrir los siguientes rubros: banda de músicos, voladores, papel de armenia, zahumerio y alucema, flores para el altar y la pasada de flores, ceras, aguardiente, alquiler de un filme para las vísperas, chicha de maíz, dos borregos para el almuerzo, arreglo de las andas, desayuno para los sacerdotes, vino moscatel para los sacerdotes, galletas y agua de canela para la gente. 

Después de la procesión los vecinos acudían al patio de la casa más grande. De cuando en cuando miraban el cielo porque el aguacero, en ese pueblo, caía de repente y descomponía andas y bailes. Miraban el cielo para pronosticar; aunque si llovía no cambiaba el programa. Después del desayuno los sacerdote se marchaban, excepto uno. Arrancaba el baile. En la cocina, agenciosas mujeres, entre baile y baile, preparaban el arroz, las papas y los plátanos maduros. Antes de ir a misa dejaron los borregos metidos en una barrica de jora, sumergidos en esta chicha perdían su tufo.

A la una de tarde pasaban los platos de borrego estofado con cebolla, tomate y hierbas aromáticas. El arroz y las papas se teñían con la salsa roja que destilaba la carne. Los cuencos de cristal repletos con ají y chochos no descansaban, iban de mano en mano, mientras los comensales medio ebrios aclamaban la sazón de las cocineras.

El baile era lo mejor de la fiesta. Las ancianas que se preparaban para bien morir censuraban el baile. Decían que la fiesta de la Virgen era para rezar y arrepentirse. Los jóvenes, en cambio, disfrutaban del baile. Durante esos boleros, los pretendientes podían declarar su amor a las tímidas muchachas. Fueron amores esporádicos, aunque algunos duraron muchos años.

El prioste conservó en su memoria las imágenes de la fiesta. Sin embargo, se han ido desvaneciendo por culpa de la edad. Esas imágenes del rostro siempre joven de la Virgen, de los blancos nardos, de los ojos color de mortiño de la chicas. Ocurrirá lo mismo con las percepciones: el sabor del estofado de borrego, el picante del clavo de olor, el agrio de la jora, el sabor pungente del culantro... por culpa de la edad.

 

 

 


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