N° 39 - enero febrero 2006
 
 
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por Julio Pazos


Manjares de Loja

Cecina, repe, tamal: cada manjar tiene su complejidad; pero comencemos con el bizcochuelo de San Pedro de la Bendita. Esto es para que el forastero sepa que en este lugar descansa la virgen del Cisne, cuando en cierto mes del año viaja a Loja transportada por miles de fieles que acuden de cuanto pueblo se levanta en Azuay, Loja, El Oro, Zamora Chinchipe y de otros muchos del norte del Perú.

Así como la advocación de la Virgen viajó desde España y en Quito la formó en madera Diego de Robles, de igual modo estos bizcochuelos llegaron a San Pedro, solo que manos de habitantes andinos los hacen, sea dicho, con esmero. Todavía hoy, estas delicias artesanales las venden en los micromercados de Madrid, iguales, ahornados en molde de papel y esponjosos. Los más finos se hacen con féculas de yuca o de achira, materiales desconocidos en España. En Castilla los preparan con harina de trigo y los nombran bizcochadas. El trabajo es el mismo: a las claras batidas hasta punto de nieve se añade el azúcar; al bien acoplado batido se incorporan las yemas hasta que todo blanquee. Entonces se echa la harina, a modo de lluvia. Otras manos se han adelantado con los recipientes de papel. Se los llena hasta la mitad porque en el horno el batido crece el doble. ¿Cómo saber cuál es la temperatura adecuada del horno de leña? Se dice que antaño regaban granos de maíz en un papel y lo metían al horno para probar el calor. Se dejan esos misterios a los expertos y se continúa el viaje hacia La Toma.

Es un valle cálido: las casas se esconden entre coposos aguacates y espinosos faiques. Y como los mesoneros conocen el talante de peregrinos y turistas, los atraen con la música. En alto volumen se oyen canciones andinas, del norte de Colombia y del norte del Perú, todas ellas cuitosas y rumberas. Quienes se acercan perciben el aroma de la cecina, los chorizos y las longanizas, cárnicos que se asan a la brasa. Mucha gana de comer aqueja a los curiosos. Hay que verlos devorando la cecina, esa carne que antes fue adobada y acordelada. El sabor le viene del humo. Así la consumieron los antiguos habitantes, porque la cecina tiene que ver con el charqui y el bucán, modos de conservar, práctica la primera de los incas, y la segunda de los franceses, que se instalaron en una isla de las Antillas y que secaban carne para los piratas, llamados también, por este consumo, bucaneros.

En este valle, uno de los tantos que se abren entre los ramales montañosos que semejan dedos de una mano gigantesca, crece una variedad de banano. Las verdes hojas de este árbol sin tronco tropicalizan el ambiente. De la cecina y sus guarniciones se pasa a la cerveza, mezcla que empuja al baile; así los cuerpos disfrutan de “La negra Tomasa”, de “La camisa negra” y de otras maravillas.

La Virgen se queda un tiempo en la catedral de Loja. Esto lo saben los devotos que viven en distantes lugares y la recuerdan en las plegarias que rezan antes de dormir.


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